twelve

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Diciembre 1999

La Mansión Malfoy tenía el mismo aspecto que cuando Draco la había dejado dieciocho meses atrás, y que cada vez que la había visitado desde entonces. Que era, pensó, tal y como había sido durante toda su infancia. Una casa inmutable y sin alma, a la que alguna vez había llamado hogar, pero que nunca había sentido como tal.

No le cabía duda de que los cuadros que ahora revestían las paredes habían colgado en sus mismas posiciones cien años antes. Sus antepasados le miraban fijamente al pasar por el pasillo; su pelo rubio y su piel pálida eran similares a los de Draco, pero construidos con pintura al óleo; ricos y exitosos en su época, pero olvidados en la suya. La idea de que su propio retrato pudiera colgar algún día en la misma pared; de que pudiera ostentar la misma grandeza, le había resultado emocionante en otro tiempo.

Ahora, podía pensar en pocas cosas peores que tener su rostro colgado junto a los rostros de esos hombres sombríos.

Ahora ni siquiera le gustaba visitar la mansión. La odiaba, en realidad: odiaba que le recordaran a los prisioneros que una vez habían residido en su sótano, las reuniones llenas de tensión, el miedo que se apoderaba de su cuerpo cada vez que Voldemort entraba en una habitación. La casa en la que había crecido se convirtió en una cámara de tortura; su propia tía interrogando a montones de prisioneros en las mismas habitaciones en las que él había hecho una vez sus trabajos escolares. Odiaba recordar la forma en que se había sentado en su habitación y había tenido demasiado miedo para hacer o incluso decir algo al respecto. Le daba náuseas.

Lo peor de todo era que la mansión le recordaba a Belly; a sentarse con ella en la fuente, a acurrucarse en el dormitorio de invitados, a llevarle el desayuno y darle un beso de buenas noches. Belly y la mansión solían existir en dos mundos separados: la oscuridad y la luz. Había sido un estúpido; irresponsable e ingenuo al mezclarlos.

En un reciente cambio en la forma en que Belly lo perseguía, Draco había comenzado a verla. Su rostro siempre había frecuentado su mente, por supuesto, pero ahora ella aparecía en su mundo; un delicado fantasma que surgía de la nada. A menudo estaba sumido en sus propios pensamientos, mientras caminaba o miraba por la ventana de su apartamento, y no se daba cuenta de que la estaba mirando a sus grandes y oscuros ojos. Parpadeaba una vez, volvía a concentrarse y ella desaparecía.

Nunca la veía aquí, en la mansión. Siempre se sentía solo, cuando iba a cenar o a tomar el té de la tarde. Siempre solo, incluso bajo la atenta mirada de sus padres.

El silencio en torno a la mesa era espeso, interrumpido de forma intermitente por el tintineo de la vajilla de porcelana. Draco no prefería salir en público, pero sentía que era más tolerable que este repetido y doloroso ritual.

—La madre de Astoria ha elegido un vestido—dijo Narcissa cordialmente, como si anunciara un agradable chisme de barrio.—Lo están importando de Suiza.

Draco había estado inspeccionando el fondo de su taza. Levantó la vista.—¿Qué?

Narcissa le dirigió una mirada exasperada.—El vestido de Astoria, cariño. Para la boda.

—Te he oído.—dijo Draco.—No sabía que se estaban haciendo planes reales para la boda. Al menos sin que los novios fueran consultados antes. O, ya sabes, comprometiéndose.

Lucius soltó un suspiro punzante y miró hacia otro lado. Narcissa frunció el ceño.—Querido. Llevamos meses haciendo planes.

dear draco, 2 || TRADUCCIÓN ||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora