#28: Luna Llena

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Senté a mamá en el auto de Blas, y mi abuela se posicionó junto a ella en la parte de atrás. Yo me senté junto a él, mientras conducía a toda velocidad al hospital. Ella lloraba desconsolada, presa de un mal viaje causado por lo que fuera se hubiera inyectado en el brazo antes de que papá llegara, abriera la puerta de un portazo y comenzara a arrojarle cosas y a golpearla. Mi abuela iba abrazándola, tratando de que se calmara, pero sus quejidos llenaban el auto y me traían con los pelos de punta. Sabía que su amiga Miranda estaba de turno, así que la llamé para que nos esperara con una camilla en la puerta del hospital. Mamá no habría querido que la gente que la conocía la viera de ese modo, pero no teníamos opción, además, la cara se le estaba hinchando mucho. Parecía una mala broma; que hubiéramos sufrido el mismo golpe por parte de nuestras parejas, que el de ella se hiciera visible mientras el mío iba desapareciendo. Escuchaba a Blas hablar por teléfono con Violeta a través del sistema de bluetooth de su auto, pero apenas les encontraba sentido a las palabras. Sólo esperaba que llegara pronto al hospital, porque la necesitaba más que nunca.

Miranda y un grupo de enfermeros recibieron a mamá y la obligaron a quedarse quieta en la camilla, mientras ella daba patadas y gritos al aire. La última vez que la había visto así había sido hace diez años, la noche en que mi abuela echó a papá de casa y llamó una ambulancia que se llevó a mamá por meses a un lugar donde no podía acompañarla. Había pasado por suficientes cosas como para entender que la historia había vuelto a repetirse, y que otra vez la encerrarían. Esta vez, en todo caso, haríamos las cosas de maneras diferentes. Presionaríamos todo lo que fuera necesario para que el juez le diera una orden de alejamiento, y demandaríamos a papá por tanto dinero que mi abuela no tendría que volver a trabajar un día en su vida; nos alcanzaría con eso y el sueldo de mamá, cuando se recuperara, y me aseguraría personalmente de que nunca más volviéramos a escuchar de él en lo que nos quedaba de vida, especialmente mamá. Ella no podía volver a verlo jamás.

Mi abuela siguió al grupo y desapareció tras una puerta que no admitía visitas. El hospital estaba prácticamente vacío a esa hora, excepto por una mamá cuyo bebé lloraba, y un padre con su hijo pequeño que se sujetaba la pierna mientras intentaba no gritar. Los chillidos de la criatura eran

terribles, pero los escuchaba muy lejos de mí, como si no pudiera concentrarme en lo que pasaba a mi alrededor. Blas me ayudó a sentarme, en la esquina más alejada de donde estaban los demás, y luego me tomó de la mano. Entrelacé mis dedos con los suyos, y el me apretó con ganas, como si pudiera darme la fuerza que necesitaba sólo con aquel gesto. Al cabo de un rato me encontré respirando con normalidad, pero las lágrimas seguían cayendo silenciosas por mi cara, sin que hiciera si quiera un ademán de limpiarlas. Blas, en cambio, me pasó el índice por la mejilla, y como un reflejo, levanté mi mano y lo detuve. Por primera vez en toda la noche, nos miramos fijamente. Había tanto que quería decirle, pero ese no era el momento ni el lugar, así que junté algunas palabras como pude y hablé.

—No quiero que pienses que quiero tenerte cerca —le dije, y me imaginé que veía dolor en sus ojos—, pero eso podemos arreglarlo después.

—¿Quieres salir a esperar afuera? —fue todo lo que respondió. Asentí.

Un rato más tarde, uno de los padres de Vi la dejó en el hospital con un termo lleno de sopa de cebolla, que era mi favorita, pero en ese momento ni siquiera podía pensar en comer. Blas y yo nos habíamos sentado fuera del edificio a esperar por ella, hacía un frío que helaba los huesos, pues estábamos cerca de la playa, y él y Vi se pasaban el termo de acá para allá para entrar en calor. Sabía que era injusto pedirles que se quedaran allí conmigo, pero no creí que soportaría volver a entrar. En mi mente daban vueltas imágenes extrañas y el color celeste de las paredes no me ayudaba en nada a sentirme mejor. Afuera, al menos, se veían las estrellas, y reinaba el silencio. Luego de un largo rato, mi abuela salió del hospital. Se veía pequeñísima, exhausta. Lucía tan mal que apenas podía mirarla, pero hice un esfuerzo y los tres nos pusimos de pie para escuchar lo que tenía que decir.

Parcialmente Nublado / ¡Ganadora Wattys 2021!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora