Capítulo 22

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DAMARA VOOHKERT

Se burló de mí. Soy una ingenua y ahora Daniel lo sabe. Dejé que me hiciera creer que me iba a besar, pero solo fue un juego. Debe estarse riendo ahora mismo, seguramente pensando que soy una de las tantas típicas ilusas que se fijarán en él, y por supuesto, como todo rey que se cree un dios, me usó para divertirse.

Hirviendo de rabia, tiro al suelo todo de un golpe: las arañas de cristal que adornaban la cómoda, mi colección de mini ataúdes en la repisa, hasta le doy unos cuantos puñetazos a la pared, donde años antes había pintado un mural de hojas oscuras y tumbas dispersas.

Mi cuerpo traicionero todavía retiene la sensación de su uña tocando mi piel, despertando sensaciones en lugares prohibidos. El susurro de su voz gruesa y suave, con su aliento chocando al borde de mi oreja. El calor sexual generado por sus roces, el efluvio varonil que me puso tan nerviosa y la lujuria descarada que me demostró con sus ojos. Me sudan las manos con cada recuerdo. Los vellos de mi nuca se erizan junto al cosquilleo excitante que sube a lo largo de toda mi columna vertebral. Mis zonas erógenas y mi orgullo no están en la misma sintonía, el colapso me frustra hasta más no poder.

Otro puñetazo al mural ya agrietado, y toda la pared se desmorona hacia el pasillo.

—¡Damara!

La expresión atónita de Athir aparece del otro lado de las ruinas. No soporto mi propia impotencia, no quiero ver a nadie ¡Odio no tener privacidad! Antes de que mi nana siquiera intente acercarse a mí, doy media vuelta deseando simplemente desaparecer. Mis instintos obedecen mi pensamiento espontáneo, haciéndome saltar por la ventana y convirtiendo la ciudad en un amasijo colorido que me lleva a flotar de nuevo. La gravedad deja de existir, pero de algún modo mis pies son lo bastante fuertes como seguir andando. Cada sonido que me rodea se vuelve un murmullo en conjunto, lo dejo de oír a medida que los instantes pasan.

Cuando el clima cambia, me detengo curiosa. Desde hace rato que lo siento diferente, pero creí que sería algo pasajero. El caos de siluetas toma forma, me descubro en un lugar incógnito. Huele a hierro, tierra húmeda, ceniza y árboles. Las luces de una ciudad desconocida brillan kilómetros más adelante, el viento trae sonidos tan apagados como mi alrededor. Siento pellizcos en las piernas, mis músculos se contraen o se dilatan por cada media fracción de segundo.

Tengo un antojo impulsivo. Ganas de sentirme bien, sumadas al deseo de ese sabor que empieza a parecerme apetitoso. El cerebro me hormiguea, anticipando la idea que se construye. Imagino el trago metálico y espeso que baja por mi garganta, salado, tibio, bailando suave en mi boca, chispas eléctricas pinchan mi mentón hasta hacerme salivar.

Mis instintos que en este momento reconozco animales me sacan de la ilusión. Un hombre aparece entre las sombras que no ocultan nada para mí. Ajeno a mi presencia, se dedica a orinar apuntando a los rieles de tren entre nosotros, hasta que levanta la cara exactamente para verme.

La mandíbula se le desencaja, suelta un grito que lo delata aterrorizado y cae de bruces. Se levanta histérico, huyendo sin dejar de gritar cada vez más fuerte mientras choca contra las ramas de los arbustos que cruza.

Nuevas voces comienzan a elevarse. Las sigo. Una mujer y dos hombres más atajan al desquiciado que balbucea para advertirles. Los cuatro huelen a alcohol.

—¡Una muerta! —Agarra a uno de la camisa como si quisiera llevárselo con él—. ¡Un espanto! ¡Se los juro!

No puedo sino sentirme indignada, aunque este lugar y el pijama blanco que llevo sugestionan a cualquiera. La mujer se ríe, el histérico recibe un golpe que lo tumba, su agresor saca un revólver. Cerca hay un par de carpas levantadas a fuerza de ropa rota, pero ninguno en el grupo parece indigente. Tienen una fogata dentro de un barril oxidado.

Éxtasis CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora