15 - Firenze

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Tardamos menos de una hora en llegar a Pisa desde el puerto de Livorno. Es un alivio porque pensaba que estaba más lejos. Vamos al centro histórico, pero donde más tiempo pasamos es en la Plaza del Duomo, donde vemos La Torre, o mejor, la famosa Torre inclinada de Pisa. Visita y foto aguatando la torre casi obligadas. El sitio está atestado de turistas intentando conseguir su foto. Casi parece que son todos bailarines sacados del videoclip de Michael Jackson, Thriller. En cuanto los he visto he sentido la necesidad de hacer un chiste en voz alta pero no están mis primas para reírse y el humorista de mi padre se me ha adelantado. De tal palo, tal astilla.

A pesar de tanto zombie, la torre de mármol es realmente impresionante.

En Pisa hemos tenido suerte ya que, por lo visto, han tenido que cerrar el sitio para visitas y trabajar en el contrapeso de la torre durante algunos años hasta hace poco. Parece que no pero realmente se inclina cada vez más. La guía turística dice que varía entre 1 y 2 mm al año.

Después de la torre, hemos entrado en el Baptisterio y me he quedado prendada de “La Puerta del Paraíso”. Otra obra impresionante. Por supuesto, me he hecho una foto junto a ella. He querido parecer tan casual en la foto que he querido simular que me sentaba sobre la valla y parezco hasta tonta sobre esos pinchos.

No nos ha dado tiempo a hacer mucho más cuando ya cogíamos el autobús de nuevo a Florencia. No puedo evitar preguntarme si veré a Ivan en la ciudad.

Si Pisa me ha impresionado, Florencia casi me provoca un desmayo. Casi. La verdad es que no he visto catedral más bonita que la de Santa Maria Dei Fiore. Alucinante la cúpula que reina la ciudad de Florencia.

Hemos tenido una pausa para comer y algunas compras y mis padres y yo hemos comido en un restaurante escondido que hemos encontrado callejeando un poco y cuyo menú no costaba más que siete euros. Bastante barato para ser el centro de Florencia. Además hemos tenido que pedir el almuerzo en inglés porque ninguno allí habla español y nosotros no sabemos italiano.

No miento si digo que he comido la mejor pizza de mi vida. Y sólo es de pepperoni. O diabola, como la ha llamado el camarero que, además, guarda cierto parecido con Ivan.

Después de almorzar mi padre me ha dado permiso para darme una vuelta yo sola por los alrededores mientras ellos compraban los recuerdos para la familia. Casi no me lo he creído cuando me lo ha dicho.

Florencia está llena de artistas. No sé si en la Edad Media pasaba lo mismo, que lo más seguro es que sí, pero hoy estoy viendo a gente pintando cuadros  cada paso que doy. Y algunos son bastante buenos. Me llama la atención, sobretodo, el retrato de una chica que dibuja un joven en la esquina de la Iglesia de Orsanmichele. Tiene una manera de pintarla que casi parece que la esté acariciando con el pincel. Me pregunto quién será.

Deambulando llego hasta una plaza que está llena de puestos de cosas artesanales, en la Via Calimala, junto a una tienda de ropa famosa que también está en España.

Me recuerda mucho al mercadillo medieval que ponen una vez al año donde vivo. Supongo que Florencia sigue teniendo algo de historia medieval. De hecho, si no fuera por los coches, entre tanta tela y estilo románico juraría que he cambiado de época.

Antes de meterme entre el bullicio de la gente que se mueve en masa viendo los puestos artesanales, paso por un dibujante que pinta algo en el suelo con tiza. No es cuando estoy junto a él cuando me doy cuenta de que es una réplica exacta de la Mona Lisa, de Da Vinci. ¿Cómo es capaz la gente de hacer estas cosas?

Dejo caer algunas monedas junto al dibujante y camino para adentrarme en la plaza donde están los vendedores en sus puestos. Veo puestos de pañuelos, ropa hippie, bolsos hechos a mano, jarrones y vasijas, sombreros de paja, libros de segunda mano, pasteles ­con mejor pinta que muchas pastelerías que hay en España, cuadros dibujados por principiantes y hasta hay un puesto de disfraces de romanos.

Paso por cada uno de ellos y media hora más tarde he conseguido salir de la plaza con un par de pendientes para mis primas. Son artesanales y preciosos.

De repente, dos chicos jóvenes que deben de rondar mi edad y vestidos con ropas medievales comienzan a tocar lo que intuyo que son instrumentos medievales. Uno de ellos toca un instrumento que parece ser una mezcla entre guitarra y laúd; el otro toca un instrumento de viento en forma de cuerno. No sé exactamente qué nombre tiene. Algunos turistas se acercan a escuchar, otros pasan de ellos temiendo que cuando acaben los chicos comiencen a pedir dinero.

El chico que toca el cuerno deja de tocar y comienza a bailar al ritmo de la música que toca su compañero. Entonces se acerca a una mujer mayor, una monja, la coge del brazo y la invita a bailar con él en el centro. Los turistas que actúan de público dan palmas al compás. La mujer no puede estar más sonrojada.

El joven se acerca a un hombre mayor con pinta de alemán y lo invita a que baile con la monja. Acto seguido se pasea entre los turistas que miramos y se para justo a mi altura. Me sonríe, me coge de la mano en cuya muñeca tengo colgando la bolsa con los pendientes y tira de mí hacia el centro del círculo. Tengo las mejillas ardiendo, pero me encanta esta música.

No sé cuánto tiempo paso bailando y riendo como si fuera del Medievo, sólo sé que no paro hasta que ambos dejan de tocar.

Grazie. Grazie mille. –dice el del cuerno dirigiéndose a los turistas. Luego me dedica una sonrisa–. E ‘stato un piacere. E grazie a chi vuole collaborare. ­–añade señalando con la mano hacia su amigo, que coloca el laúd de forma que podamos echar dinero–. Siamo sudenti. Speriamo che vi sia piaciuto.

De todo lo que el joven músico dice sólo entiendo que son estudiantes y que espera que colaboremos. O algo así. Yo decido colaborar por el buen rato que echo.

En cuanto me doy la vuelta, me doy cuenta de que no estoy en la calle de antes y que al salir de la plaza de los puestos no he salido por el mismo sitio por el que he entrado: estoy en un callejón sin salida.

Me dispongo a buscar la salida a la Via Calimala cuando algo llama mi atención: una joven, no mucho mayor que yo, con grandes ojos verde esmeralda y una piel aceitunada me observa con una mirada calmada. Está sentada en un taburete detrás de una mesa. Tiene la cabeza sobre sus manos entrelazadas, las cuales tiene apoyadas sobre la mesa por los codos. Además, sobre la mesa hay, lo que parece una pelota. La joven lleva un pañuelo verde pistacho con algunas monedas cosidas y la sombra de ojos del mismo tono. También tiene las muñecas rodeadas de brillantes pulseras y no tiene un dedo sin un anillo.

Cuando se percata de que le estoy devolviendo la mirada me sonríe.

El amor no existe hasta que llegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora