19 - Mar Mediterráneo

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Ni siquiera sé dónde nos llevo cuando comienzo a andar por el barco tirando de Ivan. Cuanto más lejos de mis padres, mejor.

¿A qué venía mi madre mencionando a Jaime? Está claro que no puedo ir por el barco fingiendo que no tengo novio, pero es decisión y responsabilidad mía el contárselo al moreno al que tengo la muñeca rodeada, no de ella. Además, Ivan y yo sólo somos amigos, no es que nos estuviéramos liando ni nada de eso a escondidas de Jaime y sabiendo que cuando pase poco más de una semana de lo que nos queda a bordo, ninguno se acordará de la cara del otro.

Suspiro. Al fin y al cabo la culpa es de ellos por obligarme a subir a este dichoso crucero cuando yo no quería venir.

–¿Dónde vamos, Ángela? –pregunta Ivan. Su voz muestra una mezcla entre diversión y curiosidad. Espero que no se esté divirtiendo con que casi me sale humo de las orejas al alejarme del restaurante.

Suspiro y me freno en seco. La verdad es que no tengo ni idea de dónde voy.

Ivan me mira.

–¿Me traes a la discoteca juvenil? –pregunta, señalando con el pulgar hacia el otro lado del pasillo donde nos encontramos y arrugando la nariz. Me entran ganas de pasarle el pulgar para quitarle la arruga.

Hemos subido las escaleras y ahora estamos en la parte más alta del barco. O al menos eso tengo entendido. Desde donde estamos se oye algo de música actual, bastante fuerte, además, y nada parecido a la música mexicana que sonaba en el restaurante de abajo. Decido entrar en la discoteca. Al menos la música nos impedirá hablar y a Ivan hacer preguntas sobre el Jaime que mi madre ha mencionado en la cena. Me servirá temporalmente para pensar qué hacer.

En el fondo sé que estoy retrasando lo inevitable, aunque no consigo averiguar por qué lo hago.

–No me gusta mucho la discoteca, pero estoy de acuerdo en ir. –dice Ivan a mis espaldas mientras me sigue por el pasillo. Su tono de voz divertido me indica que no le ha dado importancia a la conversación con mis padres. O eso espero.

Suspiro y me vuelvo para mirarlo.

–Necesito distraerme, estoy cansada de mis padres.

–Pues vamos, si quieres, aunque no te aseguro la diversión.

Me tiende la mano y yo se la cojo. Sé que en la discoteca me dejarían entrar, no como en el casino, pero esto de entrar en los sitios cogida de la mano de Ivan se está convirtiendo en una costumbre.

Ivan tiene razón. En esta discoteca no está asegurada la diversión. Es una discoteca pequeña, con un sofá que ocupa toda la pared izquierda. Al fondo hay un ventanal a través del cual se ven las lucecitas del puerto de Livorno conforme nos alejamos. La luz es tenue y hay algunas luces de colores que no paran de moverse. A la derecha hay una barra donde también está el puesto del DJ. Un empleado del barco es el que se encarga de la música y de servir bebidas sin alcohol a los jóvenes. Está casi vacía comparada con las discotecas a las que suelo ir en mi ciudad. Hay un grupo grande de jóvenes que parecen de instituto, aunque no sabría decir la edad que tienen, sólo que son menores que yo. Además son los únicos que bailan. Luego hay algunos grupos muy pequeños de tres o cuatro personas aquí y allá que no parece que tengan nada que ver con los del grupo grande. Ni una pareja ni nadie de mi edad. Y mucho menos de la de Ivan.

–Te lo dije.

–Cállate, Colaianni.

No veo la cara de Ivan, pero sé que está sonriendo.

Un grupo de niñas rubias de unos catorce años nos mira fijamente. Están sentadas en el sofá con una copa de San Francisco cada una y la mueven como si se tratase de alcohol.

El amor no existe hasta que llegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora