22 - Roma

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Roma no está en ruinas comparada conmigo. ¿Qué ha pasado en tan pocos días para que haya acabado así? Vaya desastre. Y el viaje es otro desastre. Igual que Roma. Que no la ciudad, que me encanta. Me gusta, incluso, más que Florencia, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que no la estoy disfrutando tanto como debería. Sonrío por obligación en todas las fotos que me hace mi madre. Y ni siquiera me he reído cuando la antipática de mi guía turística –una vieja amargada que no sonríe por nada– se ha tropezado con unos adoquines y se iba cayendo al suelo. Menos mal que mi padre la ha agarrado porque veía su cara estampada en el suelo.

Para colmo no me dejan entrar en el Vaticano porque se me ha olvidado que tengo que cubrirme los hombros y he escogido el día perfecto para ponerme tirantes. Podría haberme puesto uno de los pañuelos que vendía un hombre en la misma plaza, pero ya no estaba con ganas de entrar. A una mujer de Murcia y su hija tampoco las han dejado por la misma razón, así que me he tenido que quedar con ellas fuera mientras mis padres entraban.

Luego me he comprado un gelato en un pequeño establecimiento cerca de la Fontana di Trevi. Hoy me apetecía chocolate, y vaya elección. La guía turística nos ha empezado a meter prisas para que nos fuéramos al autobús y me he tenido que tomar el helado muy rápido. Pero eso no es todo. Hemos tenido que correr hacia el autobús y ya estaban todos dentro cuando yo aún no había terminado mi gelato. Con los nervios y la presión, el helado ha acabado encima de mi camiseta de tirantes amarilla. Genial.

El día no hace más que mejorar.

–Ángela, ¿te encuentras bien?

Es mi padre quien me pregunta después de mi tercer resoplido consecutivo en lo que llevamos de trayecto del Foro Romano.

–No.

–¿Quieres hablar?

Me encojo de hombros. No quiero pero prefiero a mi padre antes que a mi madre. Siempre lo he hecho. Mi hermano, sin embargo, es un niño más de mamá que de papá.

–Si quieres no hablamos pero al menos no estés tan triste. Cualquiera diría que Roma te está resultando aburrida.

–No es Roma, papá –me limito a decir.

–¿Entonces?

–Es el viaje. Es el dichoso viaje. Ya os dije que no quería venir. ¿Por qué no me escuchasteis?

Ya está. Ya lo he hecho. He explotado y ha sido en las narices de mi padre. Estaba claro que acabaría explotando y protestando de las dichosas vacaciones una vez más a pesar de haberles dado tregua a mis padres hace unos días.

Mi padre suspira mientras seguimos andando, recorriendo las maravillas de lo que fue la ciudad de Roma hace más de veinte siglos.

–Ángela, hija, te entiendo.

–Lo dudo, papá –pienso en voz alta.

–Estaba de acuerdo con que te quedaras con la abuela en casa o te fueras a la costa, pero tu madre insistió en que vinieras.

–¿Por qué? ¿Qué razón tiene ella para obligarme a venir?

Otro suspiro por su parte. Levanto la vista buscando a mi madre pero no la encuentro. Seguramente se habrá pegado a la guía turística para enterarse de toda su explicación. Yo prefiero mantenerme apartada. Personalmente pienso que el Foro Romano se vive mejor y se entiende mejor viéndolo que escuchando las dichosas explicaciones de la dichosa guía. También influye que sea antipática, pero en serio, cuando te concentras casi puedes escuchar las sandalias de los antiguos romanos contra la tierra del suelo o al Senado reunido para tomar decisiones importantes.

El amor no existe hasta que llegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora