Hace mucho calor en Roma. Muchísimo. Y eso que ya es casi la hora de irnos al puerto. Mi madre está abanicándose con un panfleto de la pizzería en la que hemos comido. No quería tirarlo porque no encontraba papelera y al final le ha podido dar uso. Mi padre no deja de beber agua hasta vaciar la botella que hemos comprado. Luego va a la fuente y la rellena. Y vuelve a bebérsela entera. Así en modo bucle. Yo me abanico con mi propia mano, aunque es lo más inútil que hago. No sirve para nada.
Llegamos a la entrada de un hotel, donde nos recoge el autobús para llevarnos de vuelta al puerto. El hotel me llama mucho la atención. Es muy elegante y tiene pinta de ser caro y lujoso. Bueno, en realidad todo lo lujoso es caro. Me llama la atención porque es un hotel lujoso en una zona no muy céntrica, y sin embargo parece que está sacado de allí. Está todo rodeado por una verja en negra, como si con las múltiples cámaras que rodean el edificio no fuese suficiente. Es un edificio al estilo antiguo, como todo lo clásico de Roma, de unas doce plantas. El exterior es un estilo al hotel Alfonso XIII de Sevilla: el jardín que rodea la fachada está atravesado por un camino de gravilla que lleva hasta las escaleras de la puerta del hotel. Levanto la vista buscando el nombre del hotel. Las palabras Julio Cesar están grabadas sobre la fachada con letras clásicas. Un nombre de un emperador para un hotel tan… imperial. Le viene que ni pintado. Es precioso, pero demasiado lujoso hasta para mí.
–Ahora nos encontramos junto a uno de los hoteles más importantes de Roma –empieza a explicar la guía. No me creo que tenga que hablar hasta de este hotel–. Su director es el mismo que el de nuestro barco, el Neptuno.
Vuelvo la vista al hotel como hacen todos los turistas de mi grupo. Creo que todos tenemos en mente al mismo pez gordo vestido con traje, que fuma puros y pasa las tardes jugando al póquer con el dinero que le sobra. Seguro que tiene un Lamborghini y un yate.
Arrugo la nariz. Seguro que es el típico hombre enamorado de su dinero que nunca jamás se ha casado y que odia a los niños.
Río para mí misma. Me he montado tal peliculón en la cabeza que es típico de los guiones que le ofrecen a mi tía Claudia.
–Dicen que su hijo ha vuelto a Roma. –La guía prosigue, y ahora tiene toda mi atención–. No suele venir a menudo pero cuando viene toda Roma lo sabe. Es una personalidad.
Vuelvo a arrugar la nariz. Es imposible que un pez gordo tenga un hijo a menos que sea como él, lo que me provoca más asco. El típico niñato egocéntrico que tiene a todas detrás de él y que seguro que tiene otro Lamborghini.
La verja del hotel se abre en ese momento para dejar salir a un coche. No es el Lamborghini del dueño, así que casi nadie de mi grupo de turistas lo mira. Cuando la verja se abre del todo me fijo en las enormes letras JC que la adornan. Todo esto es demasiado pomposo. Es lo que pienso mientras sacudo la cabeza.
El coche tiene que pararse justo antes de salir del hotel porque una señora no se ha movido en cuanto ha visto la verja abrirse, así que tiene que esperar que se aparte. Vuelvo la vista al coche y es cuando lo veo: un moreno de rizos que se pasa la mano por la barbilla mientras lee lo que aparece en la pantalla de su teléfono móvil.
Creo que es Ivan, por un momento lo creo, y se me para hasta el corazón, pero es imposible que lo sea, ¿no? Ivan iba a pasar el día con sus familiares, no tendría por qué venir a un hotel si está pasando las vacaciones en el crucero.
Pero entonces levanta la vista y me mira a través de la ventanilla, como si notase que en el exterior del vehículo hay alguien observándolo. Como pensaba, es él. Los mismos ojos, la misma boca, el mismo pelo, los mismos hoyuelos. Y su cara es de sorpresa, al principio. Luego pasa a la indiferencia y me vuelve la cara al mismo tiempo que el coche comienza a andar. Casi puedo oírle el suspiro que ha soltado mientras giraba la cara hacia el lado contrario a la ventanilla trasera del coche. No estoy con él ahí dentro, pero noto que mi corazón sí que lo está.
Sigo con la mirada al coche hasta que lo pierdo de vista calle abajo. Vuelvo mi vista hacia mi camiseta, aún manchada por el chocolate. No puedo tener peor pinta. Debo de resultarle patética: tengo la camiseta manchada por el chocolate y por el sudor, me he recogido el pelo en una coleta alta para que me diese menos calor, estoy sudada y cansada. Si tuviera mejor pinta…
Suelto un suspiro y me apoyo contra la verja del hotel. No sé a quién pretendo engañar. Ivan probablemente no quiera saber nada de mí en su vida y a mí se me pasa por la cabeza que si no estuviera tan desaliñada no me habría mirado como lo ha hecho, casi como diciéndome que no soy nadie, que soy una turista más y que ni siquiera viajamos en el mismo crucero.
Mi padre se acerca a mí y se apoya en la misma verja que yo.
–¿No era ese…?
–Sí, papá –lo interrumpo.
Pasamos unos minutos en silencio. Veo a mi madre a unos metros de nosotros, lanzándome miradas interrogativas y de preocupación, pero sin atreverse a acercarse. Sabe que cuando estoy agotada si tengo ganas de hablar con alguien es con mi padre o con mi hermano, no con ella. La quiero mucho, pero confío más en mi padre. Además, él le quita importancia a las cosas que para las chicas, por regla general, son muy importantes.
Vuelvo a soltar un suspiro, éste más profundo que el anterior.
–Ya sé de qué me sonaba ese chico –salta mi padre, de repente.
–¿No era de la piscina?
–Sí, era de la piscina. Lo he visto cada vez que he ido a la piscina y casi siempre estaba charlando con ese del stand de las toallas.
–Se llama Dioni, es su amigo. Se conocen desde los cuatro años.
Mi padre sacude la cabeza.
–Ya, pero, no me suena sólo de eso.
Le dedico una mirada interrogativa, con las cejas juntas.
–Hace un par de días fui a pedirle información a la recepcionista sobre una de las paradas. Mónaco, creo que fue. Quería saber los mejores sitios para visitar y esas cosas.
–¿Qué tiene que ver él con Montecarlo?
–Estaba en recepción, hablando con la recepcionista de las pecas.
–Zoë.
–Ésa. –Asiente. Luego se queda callado.
–¿Y?
–Ella estaba discutiéndole algo que él había hecho, o eso creo. La verdad es que no lo sé porque hablaban en italiano, sólo sé que no tenían una conversación como tú o yo podemos tener con ella.
Suelto un bufido.
–Papá, lo dices como si creyeras que esconde algo.
Mi padre suelta una carcajada.
–No, tranquila. Es que anoche me di cuenta que me sonaba de algo pero no sabía de qué. Llevo desde anoche intentando recordar en qué parte del crucero lo había visto.
Pongo los ojos en blanco.
–¿Duda resuelta? –pregunto.
–Duda resuelta.
No se levanta, pero se queda en silencio dejándome con mis propios pensamientos. Quizá era una estrategia para sacarme de mi mente al menos durante unos segundos, porque lo acaba de decir es tan irrelevante que dudo que lo haya dicho por algo en especial.
Aunque la verdad es que no he visto nunca a Zoë enfadada. No es miss simpatía, pero no es la típica cascarrabias.
Pienso que quizá le llamaba la atención por haberse colado en las oficinas conmigo la otra noche, pero la noche vintage fue más tarde. Sólo se me ocurre que quizá no es VIP como me dijo en el gimnasio y que tuvo que presentarse en recepción para dar sus razones de por qué no asistió al simulacro. Sí, seguro que es por eso.
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El amor no existe hasta que llega
Teen Fiction¿Quién no ha soñado con un amor de verano? Todo el mundo lo ha hecho. Para Ángela, por algunos conocida como la hija de Dani y Elena de Cartas para Irene, los amores de verano no existen. Ángela no cree en los amores de verano porque lleva toda la...