10 - Puerto de Montecarlo

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La excursión de hoy con mis padres es mejor de lo que creía. Es tranquila porque no hay tanto que ver como pasará en el caso de Roma, pero aún así me quedo prendada de Montecarlo en cuanto pongo un pie en la ciudad.

Visitamos la Catedral de Mónaco y el palacio de los Grimaldi, al menos la parte abierta al público. También vemos, a petición de mi padre, la colección de coches antiguos del príncipe Rainiero III. Me asombra ver la cantidad de vehículos que tiene. Creo que en el cartel ponía que tenía cerca de 100.

También nos da tiempo a dar un paseo por la parte antigua de la ciudad, la que se encuentra como en una colina y que nos permite ver toda la ciudad desde arriba regalándonos unas vistas increíbles. He decido, incluso, que tengo que volver en un futuro con Jaime. Quizá como destino de un viaje en pareja.

Después de comer en una famosa marisquería de la ciudad, nos tomamos un helado y volvemos al barco. El crucero no zarpará hasta que se haga de noche, pero como mañana es el viaje a Florencia, mis padres querían descansar. Yo traduzco eso en un “queremos seguir disfrutando del bar de la piscina antes de que las excursiones nos tomen el día entero”. Por mí perfecto, así puedo aprovechar y buscar a Ivan dentro y convencerlo de que se equivoca.

Hablando de Ivan, no consigo sacármelo de la cabeza en toda la mañana en Mónaco. Confundo, incluso, a un par de extranjeros con él y estoy a punto de acercarme a decirle cualquier tontería, pero ninguno era él. Por desgracia ayer se fue demasiado pronto y se me olvidó preguntarle si hoy saldría de excursión organizada o no. Yo sólo espero que cuando vuelva al barco no siga por Montecarlo dando vueltas.

Cuando me subo al barco, me dirijo a mi camarote y me cambio rápidamente. Cinco minutos después de subir al barco ya me encuentro subiendo las escaleras hasta la piscina con mi bikini negro, mi favorito.

Para mi sorpresa no tengo que buscar mucho: encuentro a Ivan contándole algo gracioso a Dioni en el stand de toallas y éste último desternillándose de risa. Me pregunto de qué estarán hablando.

No me doy cuenta de las ganas que tenía de verlo hasta que lo veo. Sin pensarlo, me acerco a ellos.

Ciao! Come stai? –repito las palabras que oí el otro día decir a mis amigos italianos. Les regalo mi mejor sonrisa.

Ivan enseguida se vuelve hacia mí e inclina la cabeza levemente, como curioso por haberme escuchado hablar su idioma materno. También me fijo en que reprime un poco la sonrisa haciendo que se le marquen sus hoyuelos.

Ciao, Angela! –responde, alegre, Dioni.

–Sí. Ciao, Angela. –murmura Ivan sin quitarme los ojos de encima.

Yo comienzo a sentirme incómoda y frunzo el ceño, pero tampoco puedo dejar de sonreír.

–¡¿Qué?! –exclamo, alargando la e y fingiendo estar molesta.

–Nada –responde Ivan sin disimular la sonrisa esta vez–. Es que me ha sorprendido que hablaras en italiano.

–Os oí anteayer, ¿recuerdas? El día que paramos en Mallorca.

–Sí, sí, lo recuerdo, pero aún así me sorprende.

No puedo evitar sonreír. ¿Qué narices le pasa a mis labios?

–¿Has salido hoy a Montecarlo?

Ivan niega con la cabeza.

–He salido solo un rato. He ido a la colección de coches antiguos porque me fascinan, pero enseguida he vuelto. Para la hora de comer ya estaba aquí. Además no es la primera vez que voy a la exposición… ¿Vas a querer toalla?

El amor no existe hasta que llegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora