52. Un mar en calma

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Los primeros rayos del sol me despiertan y siento una opresión en el pecho. ¿Por qué hay un brazo aplastándome? Ah, cierto. Es de Óliver.

Abro mejor mis ojos y giro para mirarlo. Tiene un aspecto tan relajado que me da un poquito de envidia. Debe haber dormido como un bebé; todo lo contrario a mí. Toda la noche —bueno, lo que nos quedó de la noche después de los empalagosos— estuve soñando un montón de cosas raras que ya ni recuerdo, pero que no me dejaron descansar del todo.

Sé que tengo que hablar con Adrián, y también con el hombre a mi lado, pero no sé qué decirle a ninguno de los dos. ¿Con quién me quedaré? Está claro que ambos quieren algo conmigo. ¿Y si nos volvemos poliamorosos? No, no... no creo tener madera para eso. 

Suspiro y trato de mover muy lentamente el brazo de Óliver, no quiero despertarlo. Cuando por fin logro separarme un poco de él, arruga sutilmente la nariz y deja salir un sonido gutural de lo más profundo de su garganta. ¡Es tan hermoso! Me quedo mirándolo unos segundos, como embelesada, pero recuerdo que debo volver a mi cuarto y la magia se termina.

Mi vestido está tirado en el piso, así que me muevo sigilosamente para no hacer ruido, pero eso es demasiado pedirle a mi torpeza. Me pego con la pata de la cama en el dedo chiquito del pie y no puedo evitar hacer lo que todos hacemos en esos casos.

—¡Puta! —grito. 

Óliver abre sus ojotes como pepas de aguacate y me mira fijamente.

—Qué buenos días... —Sonríe—. ¿A dónde vas?

—A... a mi cuarto. Tengo que terminar de empacar la maleta, y no sé si me necesiten para una última foto o algo...

—Las sesiones ya se acabaron, ¿no? —Se pone de pie y se acerca a mí. Está totalmente desnudo.

—Sí... pero uno nunca sabe.

Acerca todo su cuerpo al mío y me envuelve con sus brazos. Más abajo, empiezo a sentir otras cosas que también se despiertan. Me separo un poco de él, intimidada por su evidente desnudez, como si no hubiéramos pasado toda la noche sin ropa.

Paso mi vestido sobre mi cabeza y lo acomodo. No tengo ni tiempo de buscar mis pantys... ¿Si traía pantys? Me cuesta recordar algunos acontecimientos de anoche.

—¿Te bañas conmigo? 

Ay, Dios. Soy una babosa. Una babosa estúpida que sale corriendo como si fuera una adolescente. No puedo creer que lo haya esquivado otra vez. Anoche fui bastante hábil evitando la pregunta que me hizo y que era como un enorme elefante en la habitación: «¿Todavía quieres que lo nuestro sea de una sola noche?» 

¿Qué quiero realmente?

No tengo mucho tiempo para cuestionármelo pues antes de lo que pensaba, llego a la puerta de mi habitación y la abro despacio. Confirmo que ambas camas están desocupadas y suelto el aire aliviada. Veo mi maleta en el piso y algunas cosas que aún no he guardado, así que me inclino para subirla a la cama y terminar de empacar, cuando un sonido repentino me asusta.

—Buenos días... ¿Dónde estabas?

Pego un grito y suelto la maleta, que se abre y deja escapar toda mi ropa.

—¡Lo siento! No quise asustarte —se disculpa Adrián—. ¿Te pasa algo?

—No, es solo que... ¿No te acuerdas de lo que pasó anoche?

La pregunta se me escapa, pues a decir verdad en este momento no tengo ganas de que hablemos de lo que dijo anoche. 

—Pues... tengo vagos recuerdos de cómo llegué a tu cuarto, pero la verdad no me acuerdo mucho de cómo terminé en tu cama... y solo.

Doce estúpidos mesesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora