26. Una Laguna

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Le insisto durante todo el camino hasta mi casa para que suba, así podré revisarle los golpes que el patán de Menzo dejó marcados en su cara.

—No te lo diré una vez más. Vas a subir a mi apartamento para limpiarte, y punto —digo tan pronto estaciona el carro frente a la entrada de mi edificio.

—¿Quién es la mandona ahora? —pregunta con una pícara sonrisa.

Acerco mis manos con suavidad a su cara. La tiene toda untada de sangre, de su nariz aún escurre un poco. Paso mi dedo por encima de su labio para limpiarlo, me quedo paralizada ante las enormes ganas de besarlo que me dan.

—Te acompañó hasta la puerta... —dice mientras retira mi mano de su rostro.

«¡Estoy sintiendo lo mismo que con Héctor antes de salir del bar! ¿Será el alcohol, o simplemente tengo un 90% de zorra en mi composición genética?» Mientras mis propios pensamientos me hacen bullying, trato de controlarme y ser consciente de que lo más probable es que Adrián no esté sintiendo lo mismo que yo.

De todas formas, estoy a punto de comprobar que sí tengo un alto porcentaje de zorra en mi sistema, porque me inclino un poco hacia sus labios para darle un beso. Él no se mueve de su sitio, ni siquiera parpadea. Pero su mano pone control a toda la situación cuando abre la puerta de mi lado, casi sin que yo me dé cuenta.

—Vamos, entonces -propongo para que me siga, como había sugerido.

Las llaves se han vuelto mis enemigas y casi me es imposible abrir. Si no fuera por la ayuda de Adrián, habría tenido que tumbar la puerta como Terminator. O Rambo. ¿O cuál era el que abría las puertas a patadas?

Estoy muy borracha como para acordarme de aquellos detalles banales, entonces solo trato de poner mi mente en blanco y concentrarme en el mundo real.

—Bueno, Scar. Que duermas.

Antes de que comience a girar hacia el ascensor, tomo su camiseta por detrás. No tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero estoy segura de que no quiero estar sola.

—Déjame revisarte las heridas —le pido con el tono más amable y dulce que puede salir de mi boca.

—Ya te dije que no es necesario, prefiero que vayas a descansar.

—¿Tengo que arrodillarme?

—Uf, con esos ofrecimientos... —Ahí está de nuevo esa expresión tan pícara y sexi que alborota el porcentaje zorro de mi cuerpo.

—Que si tengo que rogarte... —Antes de tener que explicar algo que yo sé muy bien que él entendió, lo halo de la camiseta y lo arrastro hasta mi apartamento.

Lo llevo hasta el sillón de la sala y lo empujo, tratando de ser... ¿Sexi? ¿Dulce? ¿Amable? No sé en realidad qué trato de ser, y tal vez lo que debí haber sido fue más delicada, porque no calculo bien la ubicación del mueble y lo empujo al vacío. El pobre se cae y deja escapar un pequeño quejido.

—¡Adrián! No, no, no, qué tonta soy. Perdóname... Ay, no... Yo disque a tratar de limpiarte los golpes y te estoy golpeando más...

—Tranquila, no me golpeé muy fuerte.

Se acomoda en el sillón por sí mismo y trata de evitar que me siga disculpando.

Le ofrezco un vaso con agua y busco una toalla limpia para mojarla y pasarla por las manchas de sangre que aún tengo en su cara y sus manos. Me arrodillo frente a él para tener mejor alcance de sus heridas y empiezo a limpiar con toda la suavidad de la que soy capaz.

—Enzo es un animal —afirmo al acariciar su rostro mientras la toalla blanca se pone cada vez más roja—. Y si le agregas que estaba borracho, es... Un animal borracho.

Doce estúpidos mesesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora