Capítulo 34: Odio en el corazón

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Corría y corría, cerrando los ojos, pero raramente sabiendo donde pisaba —por ahora —.
¡No podía ser cierto! ¡Janja no pudo haber cambiado! ¡Todo era un sueño! ¡Una pesadilla!

Lo vio, estaba frente a él, el nuevo Janja, era completamente diferente al que recordaba.
Y de seguro, todas las hienas también eran como el. Buenas.
Todas las hienas eran buenas, menos el... y él mismo sabía que no podía cambiar... toda la verdad que ahora sabe... lo niega a cambiar. No puede.
Solo tiene una meta —que no es conquistar las praderas —, sino matar a Kion. Tenía muchos celos. Y el lo admitía. Y se desahogaría cuando lo asesine. Aunque por su mente aún no pasaba la pregunta de... ¿que haría luego? Mataría a Kion y... ¿Janja?
Lo más seguro es que todo empeorara.
Pero de eso todavía no se preocupaba.
Su odio y sus celos eran tan grande, que lo cegaban, y no se daría cuenta del gran problema en que se metería si asesinaba a Kion. El hijo del rey, y mejor amigo de Janja...

Seguía corriendo hasta llegar a las lejanías, y sin darse cuenta, estaba corriendo en dirección a un acantilado de las lejanías. Si caía, no iba a vivir. Pero Mfuasi lo salvo de la muerte, pues lo estaba persiguiendo todo el rato.

— ¿Que crees que estás haciendo? —preguntó Mfuasi algo enojado.
—No lo se... —contestó Akili dando un suspiro mientras se sentaba al borde del acantilado.

—No se que hacer, mis planes no funcionaron como pensé... desperdicié toda mi vida creo... —dijo cerrando los ojos, aguantándose las lágrimas.
—Entonces, ¿conocernos fue un desperdicio? —preguntó Mfuasi alzando una ceja.

El perro salvaje bien sabía que su amigo no lo había dicho a propósito, lo conocía muy bien, sabía su situación y lo comprendía. Y cómo un amigo lo apoyaría.
—Para mi no lo fue, de hecho... jamás olvidaré ese día —le dijo el perro salvaje, tratando de sonreír, pero no lo hizo. No era uno de los animales... sonrientes, cariñosos, por así decirlo...

...

Akili corría y huía del su territorio. No quería volver... ¡pero quería!
Todo era confuso.
Solo quería correr y correr, hasta alejarse completamente de las lejanías.
Lejos.
Muy lejos.
No le importaba si las ramas de los árboles caían sobre su rostro o le golpeaban.

Sin darse cuenta, había un gran acantilado frente a él, y por tener lágrimas en los ojos que le tapaban, tener el dolor en el corazón, se tropezó y cayó, dando miles de vueltas.
Le dolía demasiado, ya que mientras caía habían espinas que le pinchaban el cuerpo.
Akili gritaba de dolor... siendo un cachorro de hiena...
Parecía que iba a caer por siempre y que nunca llegaría un fin, y el sufrimiento jamás pararía.
Seguiría y seguiría... pero de pronto, cayó al suelo, pero como venia a una gran velocidad, siguió rodando en el suelo, hasta tropezar con otro animal, y ahí fue cuando su dolor paró... —por ahora —.

Dos cachorros se encontraban juntos en el suelo, uno había caído encima del otro.
Akili abrió los ojos poco a poco, luego de tanto dolor en la caída, pensaba que iba a desmayarse, o peor: morir.

Miró hacia abajo, para ver a un cachorro de perro salvaje debajo de el, aplastado por el.
Se sorprendió por esto y de un salto se quitó de encima.
— ¡Perdón! No me di cuenta... —dijo Akili apenado tratando de disculparse.
El perro salvaje asentía con la cabeza lentamente mientras se levantaba.
—Está bien, no te preocupes, eh... —dijo sin saber el nombre de la hiena mientras se sacudía un poco para volver estar en forma luego de ser aplastado.

Akili se avergonzó un poco, era la segunda vez que se olvidaba presentarse.
—Uh, soy Akili... —se presentó tímidamente... hace tiempo que no hacía esto, no conocía a muchos animales... solo andaba con hienas...
— ¿De donde eres? —preguntó curioso el perro salvaje mientras se acercaba más a él.

Tú Puedes Cambiar | La Guardia Del León Donde viven las historias. Descúbrelo ahora