Capítulo 11

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Anna

Dicen que el chocolate es afrodisíaco.

Siempre se lo he escuchado a mi abuela, a mi tío también. Cada vez que mi hermano Alex venía de Alemania para celebrar el Año Nuevo, la abuela, justo cuando se encontraba en esos años anteriores a que la maldita enfermedad la atacara, hacía su famoso coulant de chocolate negro con helado de turrón, espolvoreado con pepitas de cacao y bañado en más chocolate aún. En cuanto le daba el primer bocado, siempre me recorría una sensación de ebriedad, tal y como si hubiese bebido alcohol. La misma sensación que te da cuando te tomas tu primera copa de champán, con once años y en la boda de tu prima. O en la de la vecina. O en la de los amigos de tus padres.

Mi tío Amador, todas y cada una de las veces, achacaba mis risitas tontas después de comer el postre al poder casi extraordinario que tiene el chocolate de, según él -y según la ciencia, por lo visto-, hacer que todo parezca más sencillo, más liviano y, definitivamente, más atractivo. La abuela Cayetana no tardaba en secundar su idea, dándole su aprobación siempre. Al fin y al cabo, era su postre, y estaba encantada de reiterar que tenía un toque especial y diferente.

Un toque que, sí, a mí me volvía loca siempre.

Y me seguiría volviendo loca con ese jodido coulant de no ser porque la abuela Caye ya no ha vuelto a hacerlo. 

Supongo que una parte de mi cerebro está totalmente encaprichada del chocolate y sus maravillas. Mi obsesión por él no tendría sentido si no fuese así.

Es por eso que, esta noche, sentada en el suelo de grava de la azotea del hotel, con la mirada puesta en el skyline de Róterdam y un plato que estaba antes lleno de chocolate y helado de vainilla al lado, no puedo evitar recordar la idea de la abuela y tito Amador, secundándola yo también, sin pensármelo dos veces.

Atractivo...

Joder, el maldito postre está haciéndolo todo muy atractivo ahora mismo. Y cuando digo "muy" es porque voy totalmente en serio.

¿Por qué estaría mi cabeza apoyada sobre el hombro de Damiano si no? ¿O uno de sus brazos rodeándome la espalda desnuda? ¿O el humo de su cigarro nublándomela la vista?

La vista y el puto sentido común.

Por suerte, el móvil me vibra en el bolsillo de la falda, acompañado del sonido de una notificación, y parece que algo de la parte razonable de mi cerebro reacciona. O lo que queda de esa parte, claro.

Levanto mi cabeza del hombro de Damiano, apartándome ligeramente de él, pero su mano sigue colocada en mi espalda y, teniendo en cuenta lo inmóvil que está, no creo que vaya a apartarla en un buen rato. Tampoco es que yo quiera que la aparte. Me resulta bastante cómoda esta posición. Además, hace demasiado frío aquí arriba, en esta puta azotea y con este jodido top, como para no estar... abrazados.

¿Pegados?

Los cuerpos. Pegados. Sudor. Cama.

Joder, mejor no lo pienso.

Carraspeando, me saco el teléfono del bolsillo y ladeo mi cabeza al ver el mensaje que me acaba de llegar. Una sonrisa asoma a mis labios, curvándolos.

-Mmm... ¿puedo preguntar quién es?- escucho que dice Damiano en voz baja, girando su cabeza hacia mí cuando retira la mirada de los edificios que se elevan como gigantes de hierro y cristal a lo lejos-. ¿Ese tal Alejandro?

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora