Capítulo 14

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Anna

Estoy exhausta. Jodidamente cansada, física y mentalmente, tanto que no sé si voy a llegar con los ojos abiertos a la final. Tengo la sensación de que si las canciones son muy lentas (como es el caso de nuestro país), me voy a terminar quedando dormida y, joder, no pienso salir en televisión con un hilo de saliva resbalándome por la mejilla cada vez que nos enfoquen.

Después de tomarme el panettone más delicioso que he probado en meses -porque ni de coña vamos a tener en cuenta el intento desastroso que hice para Navidad-, he tenido que volver al trabajo, incluso en mi estado de calentura extrema, por llamarlo de alguna forma, tras la conversación por Whatsapp con Damiano. Me he pasado más de dos horas pegada a la pantalla del ordenador, revisando todas las redes sociales existentes, Twitter y sus tediosos trending topics inclusive, y preparando publicaciones pidiendo televotos para el país número 13 (lo que viene siendo España) en Instagram. Soy muy consciente de que odio las redes e Internet en general, pero el sueldo me obliga a hacer este tipo de cosas, así que no me queda otra opción que sacar mi parte más creativa y convertirme en fotógrafa y creadora de contenido por una tarde.

Todo eso significa que, como es obvio, no he tenido ni un puto minuto para mí misma. Ni siquiera en la ducha. Joder, suena patético, pero, justo cuando iba a deslizar la mano entre mis piernas para quitarme el calentón, se me ha cogido un puto tendón en el índice de tanto teclear en el ordenador y me he tenido que pasar diez minutos con el dedo debajo del chorro de agua caliente para que se me relajara el músculo.

Muy bien, Anna, genial. Ni masturbarte puedes.

Además, a parte de todas estas desgracias, y por si no fuera poco ya, mi misión "Dejar de ser Anna Bárbara, la aburrida, por una noche" se ve interrumpida cuando la pantalla de mi portátil se ilumina de nuevo, con el nombre de Anojandro... digo, Alejandro, parpadeando delante de mi cara. Ruedo los ojos, resoplando audiblemente. Videollamada otra vez. De puta madre.

Me siento en la silla giratoria del escritorio, la misma silla en la que Damiano casi me hace llegar al orgasmo con su lengua, y contesto a la llamada. Estoy desnuda, solo cubierta por la toalla que tengo enrollada alrededor del cuerpo, pero, ciertamente, me importa una mierda. Ahora mismo diría que todo me importa una mierda, sobre todo el español con sonrisa forzada que me mira desde el otro lado de la pantalla.

Me muerdo el labio para no soltar una carcajada al verle. Lleva puesta una camisa de cuadros azules y amarillos, de manga larga y con todos los botones cerrados. Es una de sus camisas favoritas, pero yo la odio. Casi llega a parecerse a mi profesor de Matemáticas de primero de la ESO, Francisco Oliva. Ese que tenía tanto pelo en los brazos, pero ninguno en la cabeza.

-Hola, rubita- me saluda, sonriente. Trago saliva para no hacer una mueca de asco. No sé por qué coño me llama "rubita" teniendo en cuenta que siempre he sido morena salvo por las mechas, pero a mi Anna de dieciséis le pareció de maravilla cuando me lo dijo el primer día que quedamos. Desde entonces, nos hemos dejado y hemos vuelto como quince veces-. ¿Qué tal por ahí? Te acabas de duchar, ¿no?

Asiento con la cabeza.

-Eh, sí. Es obvio creo- murmuro, soltando una leve carcajada y señalando la toalla y mi pelo mojado-. ¿Dónde vas tan arreglado, por cierto? Esa es... la camisa que te gusta.

Su expresión cambia un poco cuando escucha mi pregunta y, décimas de segundo después, frunce el ceño.

-Sí, es esta. ¿A qué te encanta?

Ladeo mi cabeza, mordiéndome el interior de la mejilla.

-Sí, claro. Es muy... muy colorida. Me gusta el estampado.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora