Capítulo 26

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Anna

El metal oscuro de la pistola se siente frío contra la palma de mi mano. Es un mano muy pequeña, demasiado, y la ironía de la vida me sacude una vez más con sus golpes cuando levanto mi brazo y un temblor me recorre el cuerpo.

Tengo once años. Tengo once años de nuevo. Llevo mis características trenzas, una a cada lado de la cabeza, resbalando por mis hombros, y una sonrisa de dientes blancos pero ligeramente torcidos dibujada en mi cara.

No quiero sonreír; quiero llorar, pero mi mente no me lo permite. Mis ojos no derraman lágrimas. Mi boca no solloza, sino que permanece cerrada, como si me hubieran cosido los labios eternamente.

La mano me vuelve a temblar cuando mis dedos diminutos se acercan al gatillo de la pistola. Delante de mí, de rodillas y con la cabeza gacha, se encuentran mi padre y mi hermano. El paso del tiempo ha hecho mella en el cuerpo de papá, de mi querido Alonso, y lo que antes era musculoso y moreno, ahora se ha vuelto escuálido y amarillento, como si todas las células que he estudiado en clase de Biología perdieran la vida a cada segundo que pasa.

Células muertas. Hombre muerto.

Bajo los ojos de papá, unos surcos grisáceos se hunden en piel cetrina. Ojeras. El dolor parece haber consumido toda esperanza de su rostro. Ha derramado tantas lágrimas ya que cualquiera diría que su recorrido ha quedado marcado de por vida en las mejillas de Alonso.

No es algo que una niña de once años deba ver. Una niña de once años no debería afrontar estas cosas. No debería tener una pistola en la mano.

Mi hermano me mira, ojos azules claros, como los de papá, analizándome, y me grita y me suplica que le dé un final a esto. Tiene la cara arañada, amoratada. El labio cortado. Mi cerebro me obliga a pensar que es debido a sus peleillas, como me gusta llamarlas, con nuestro fiel compañero Félix, pero, en el fondo, soy consciente de que una gato no provoca tales heridas.

Solo el ser humano es capaz de provocar tanto daño, tanta miseria.

A lo lejos, mamá y Tito Amador me observan. Él me grita que abandone, que dé un paso atrás y me olvide de todo lo que está pasando, que vaya con él a recorrer el mundo para ver en primera persona todas esos lugares preciosos de mi libro de fotografías. Una voz ronca que consigue erizarme la piel le acompaña en sus plegarias.

<<Ojalá tú y yo, los dos solos>>.

<<Milán te espera, Anna>>.

<<Tú también eres preciosa>>.

Milán. Quiero ir a Milán. Quiero alejarme de todo esto. De los llantos de mamá de madrugada, de los golpes en la cara de mi hermano cuando llega del colegio, de la tristeza de papá. Siempre triste. Siempre. Es asfixiante.

Pero ya no hay tiempo. Mi billete a Milán se desvanece.

En un segundo, Tito Amador desaparece y se lleva a la voz con él. Esas manos cálidas que antes me reconfortaban ahora ya no están.

Me dejan sola. Me quedo sola para siempre.

Solo permanecen los gritos de mamá y su exigencia, la abuela y sus completos desvaríos. Su enfermedad.

Solo queda un pasillo que no puedo cruzar y una casa que me oprime el pecho y sueños que se pierden en la humedad de las paredes de una antigua ferretería.

Finalmente, papá me ordena que apriete el gatillo.

Lo hago.

Y entonces todo se vuelve negro.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora