Capítulo 35

1.3K 100 81
                                    

Anna

No había visto un sitio tan bonito en mi vida.

Solo puedo pensar en esa frase.

Pocas veces antes había contemplado un lugar tan recóndito, tan escondido entre la maleza y la arena, y a la vez tan mágico y especial. El olor a mar y agua salada penetra el coche cuando la brisa se cuela por las ventanillas y mis ojos son bendecidos una y otra vez con los tonos de verde que nos rodean mientras avanzamos por entre los árboles que circundan una de las playas de Portofino. A lo lejos, el cielo comienza a teñirse de naranjas y escarlatas, dando paso a la ansiada puesta de sol. El amanecer en Milán, desde la Plaza del Duomo y con el brillo del día ensalzando la figura de la Catedral, es una de las imágenes más emocionantes que he presenciado en mi vida, sí, pero el anochecer aquí, con Damiano a mi lado y su mirada puesta en la carretera a través de sus gafas de sol, no tiene nada que envidiarle.

En silencio, cruzamos un tramo de bosque relativamente denso, el traqueteo del coche al recorrer los pedregosos caminos como única banda sonora. Mis ojos brillan mucho, lo sé, más verdes que nunca gracias a la luz dándonos de frente y, aún así, empiezo a preguntarme si son lágrimas. De felicidad. De duda. De nudos en la garganta sin resolver y demasiadas preguntas sin respuesta. De saber que la pieza perdida y rota de este extraño puzzle del universo está encajando. Al fin. Encontrando su lugar de una vez.

Cuando la arena empieza a hacerse visible, me doy el lujo de pedirle a Damiano que pare el coche solo para poder contemplarla; solo con la esperanza de observar el encuentro entre ella y el agua, las olas calmadas besando la orilla como si de amantes se tratase. Durante largos minutos, permanecemos callados con la mirada puesta en la preciosa escena. Su brazo derecho rodea mis hombros y mi cabeza queda apoyada cerca de su pecho incluso a pesar de la distancia que hay entre el asiento del conductor y el del copiloto.

-¿Qué playa es esta, Damia?- mi boca, finalmente, pronuncia la pregunta que tanto tiempo llevo esperando hacerle-. Está desierta. Casi que no hay ni un alma. Creía que venía más gente a Portofino.

-Estamos en Baia Cannone- me responde él, y el movimiento de sus labios me parece de lo más sensual. Me lo imagino fumando, con un cigarrillo entre ellos, y sonrío. Sé que es un vicio horrible, pero no puedo evitar que me resulte sexy y atractivo en Damiano. El humo del tabaco al mezclarse con su perfume es como la octava maravilla del mundo-. ¿Recuerdas lo que te dije en el estudio? Ese día que discutí con Vic. Me pediste que cerrara los ojos y me advertiste de que viajaríamos. Te respondí con esto: Baia Cannone. En la costa de Portofino, desconocida para los turistas y para más de un italiano, siempre en silencio, como aislada entre los árboles.

Joder.

Podría morir escuchando ese tono de voz ronco que tiene.

-Es preciosa, Damiano, de verdad. ¿Has estado muchas veces? 

-Más de las que imaginas. Ahora entenderás por qué. Mis abuelos maternos tienen una casa aquí, creo que te lo dije. He pasado muchos veranos de mi vida en esta playa- se quita las gafas de sol por un momento y me señala con el dedo un punto en el horizonte-. ¿Ves ese edificio de allí? El alto y blanco, ese que parece que está como encima de un acantilado. Es el faro. Jacopo y yo subíamos cuando éramos pequeños, de noche, a la parte de arriba, junto a la luz, para ver los barcos acercarse a la costa.

-¿Y cómo lo hacíais?- cuestiono, sonriendo maravillada-. ¿No había vigilantes o algún rollo así?

Damiano suelta una carcajada y asiente con la cabeza.

-Sí, sí que los había, pero era un señor muy mayor y algo sordo, así que subíamos la escalera y después escalábamos al balcón sin problemas. Nunca se dio cuenta y, si es que lo hizo, tampoco le importó mucho.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora