Capítulo 44

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Anna

El silbido de las tijeras medio oxidadas abriéndose y cerrándose consecutivamente me produce escalofríos. Es un pitido permanente, un chirrido, algo que se me ha quedado tan impregnado en la mente que, incluso con los ojos cerrados mientras trato de quedarme dormida, se resiste a alejarse de mí y mis pensamientos. Aún tengo la sensación de la brocha acariciándome la nuca, la espalda, el inicio de la columna. Aún siento ese frescor en los hombros, las cosquillas bajando por mi piel a la vez que mi imagen cambiaba en el espejo. La humedad del agua del grifo cuando me cayó por la cabeza, el olor cítrico y afrutado del champú. Los mechones.

Aún recuerdo los mechones cayendo al suelo como una pluma, mis puntas rubias desvaneciéndose con cada abrir y cerrar de las tijeras. Un centímetro. Y uno más. Otro. Hasta los hombros. Un poco más arriba. Casi hasta la barbilla.

Me levanto del sofá del hospital con piernas temblorosas. Las ganas de vomitar no desaparecen. Las tengo siempre aquí. Este olor me da arcadas, náuseas. Parece como si el desinfectante se mezclara con el aroma que desprenden las sábanas de las camillas, como alcohol puro y suavizante neutro y el inconfundible hedor a enfermedad. A dolor.

Siempre hay dolor en la planta de oncología.

Camino hasta el baño y me encierro en él, como ya es costumbre. No hay nadie ahora para verme en estos momentos, nadie para recogerme el pelo mientras vuelco mis contenidos por la taza del váter y vacío el estómago hasta que la garganta me sabe a sangre. Me aferro a las baldosas amarillentas del suelo para no perder el equilibrio, mi cuerpo balanceándose de un lado a otro a cada arcada.

Me duele el pecho. Me arden los abdominales y las costillas mientras me esfuerzo en mantener la vista fija en la pared para aguantar la siguiente arcada. No tengo nada más. No me quedaba nada dentro del cuerpo excepto por los dos cafés de máquina que llevo vomitando toda la noche. Pero las náuseas siguen. El dolor prevalece.

¿Cómo coño se vomita el dolor, joder? ¿Cómo se vomita el nudo que me aprieta el estómago?

Fácil respuesta: es imposible.

Me incorporo como puedo y mis ojos se clavan en mi reflejo ocupando la mayor parte del espejo del diminuto baño. Tiro de la cadena y el agua se lleva toda evidencia del vómito, de las arcadas y el mareo, y, de forma automática, mi cuerpo reacciona agarrando el cepillo de dientes que por pura suerte me traje en la maleta más desocupada que he hecho en mi vida. Dos pares de calcetines, unos vaqueros desgastados y una sudadera y el chándal gris que utilizo de pijama. Las zapatillas de deporte y el sujetador.

Y su camiseta. Una simple camiseta negra de esas que se pone cuando no hay que salir de casa, medio descolorida y con un corte en forma de pico en el cuello.

No me la he puesto todavía. Me niego a ponérmela y romperme. No.

Cierro los ojos e inhalo profundamente. Poner la pasta de dientes en el cepillo es mucho más fácil que pensar en Damiano como si aún estuviese conmigo. Como si aún pudiese darme un beso en la frente y hacerme olvidar el caos y el olor a enfermedad.

Devuelvo mi mirada al espejo y el mundo parece querer darme una bofetada en la cara. Demacrada es un eufemismo para la expresión que refleja mi rostro. Mis ojos verdes no esconden nada, no hay brillo en ellos, solo un cansancio permanente y arrollador. Las mejillas, consumidas, han perdido todo color. Unos labios blanquecinos coronan mi boca, acompañados únicamente por la diminuta gota de pasta de dientes que asoma a la comisura. La retiro con la punta del índice y doy varios sorbos al agua del grifo.

El pelo es lo más raro. Parece un fantasma. Aún tengo esa sensación, como un reflejo, de querer apartármelo del cuello cada vez que me inclino hacia el lavabo. La diferencia ahora es que no hay nada que apartar. La corta melena pasa un poco por debajo de la barbilla, no mucho más, unos escasos centímetros. Ha perdido casi todo el rubio y ahora solo quedan un castaño claro triste, sin mucho que decir, y unas puntas mal recortadas cortesía de mi hermano Alex. La coleta que sobró está en una peluquería del barrio en el que vivimos, siendo preparada y perfeccionada por un verdadero peluquero para enviarla a la Asociación Española Contra el Cáncer.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora