Capítulo 23

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Damiano

Una canción en inglés suena por la radio del Volkswagen, acompañada únicamente por el sonido de nuestras respiraciones calmadas. El sol entra, tenue, por las ventanas. Ilumina los mechones rubios de Anna y sus ojos verdes, increíblemente atractivos mientras me devuelve la mirada. Nos quedamos callados durante largos segundos, nuestros labios demasiado cerca, sus manos demasiado calientes contra los laterales de mi cuello. El corazón me late muy rápido. Inhalamos profundamente. A la vez.

-¿Quieres hablar sobre lo de esta noche?- murmuro, mi frente apoyada en la suya todavía, mis dedos recorriendo lentamente todos y cada uno de los piercings de su oreja. Una estrella, un brillante diminuto, una luna, un aro.

Anna sabe perfectamente a qué me refiero con la pregunta. A la razón por la que ha estado llorando, a sus ojos rojos cuando he entrado en mi habitación. Niega con suavidad con la cabeza.

-Ahora no, Damiano. No quiero arruinar mis primeras horas en Milán.

Su voz pronunciando mi nombre me mata. Consigue que mi respiración se acelere, como lo ha hecho ya otras veces. Mi aliento se mezcla con el suyo. Cierro los ojos por un instante y sonrío levemente.

-¿Algún plan para tus primeras horas en Milán, entonces?- pregunto. Me mira con los ojos entrecerrados, el ceño fruncido, como teniendo un debate interno consigo misma. Se humedece los labios y a mí me dan ganas de besarla hasta quedarme sin aire en los pulmones.

-Quiero tocarte. Quiero que me toques.

Mi cerebro parece no procesar sus palabras hasta pasados unos segundos.

-Amore...

Su índice sobre mi boca consigue callarme.

-No pienses- murmura, la yema de su dedo recorriendo el arco de cupido de mi labio superior-. Quiero sentirme yo misma otra vez. En Milán. No quiero que te lo pienses, Damiano. No quiero caricias, no quiero besos lentos. Solo quiero que me folles en este puto coche, delante de la Catedral del Duomo, hasta que se me olvide lo jodida que estoy.

Cuando termina de hablar, dejo escapar un suspiro. No sé si estoy cachondo o confundido o, definitivamente, jodido yo también, pero soy muy consciente de cada centímetro de su piel que está en contacto con la mía. Del frío metal de sus piercings contra mis dedos. De sus piernas ligeramente abiertas y de la falda que lleva puesta.

-Tus deseos son órdenes, amore- susurro. Antes de poder terminar la frase, mi mano ya está en su cuello, rodeándolo con la palma abierta, atrayéndola hacia mí.

La boca de Anna se une a la mía en un beso desesperado, hambriento, y un escalofrío me recorre el cuerpo en anticipación. El sexo es una forma de escape, es un respiro y una libertad que estoy deseando concederle. Si con esto me asegurase de hacerla olvidar todo eso que le preocupa, todo lo que apaga el brillo de sus ojos verdes siempre que se queda sola, pensativa, follaría con ella las veinticuatro horas del día, siete días a la semana y 365 días al año. No saldríamos de la cama. No dormiríamos. No la dejaría pensar en las cosas tan jodidas que la atormentan.

Reclino el sillón hacia atrás mientras nos besamos, haciendo espacio entre mi cuerpo y el volante, y Anna trepa a mi asiento. Se sube encima de mí, a horcajadas, una de sus piernas a cada lado de mi regazo. Sin poder evitarlo, mis dedos se clavan en su cuello, dejándola sin aire deliberadamente. La oigo gemir entre dientes, sobre mis labios, ante el gesto.

Recuerdo cómo me pidió que la asfixiara en el baño del hotel en Róterdam, cómo me dijo que quería que doliera. Quería que le costase respirar. Placer y dolor. Todo a la vez. La vista no sólo nublada por la cercanía de un orgasmo, sino también por la falta de aire. Encontrar placer en el dolor. Dolor en el placer. Una especie de terapia de choque en forma de deliciosa tortura.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora