Capítulo 46 - La despedida (parte I)

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But nothin' is better sometimes
Once we've both said our goodbyes
Let's just let it go
Let me let you go

When the party's over, Billie Eilish

Anna
***

De los buenos momentos con mi madre tengo vagos recuerdos. Son cortos y escasos y la mayoría de las veces el simple hecho de traerlos a mi memoria me supone un esfuerzo mental tan grande que sé que no merece la pena llevarlo a cabo.

Siendo fiel a la verdad, mi madre no siempre fue una mujer triste. No siempre tuvo marcas grises bajo los ojos. No siempre estuvo tan delgada, tan amargada, tan asustada de la vida. Tan asustada, a la vez, de la muerte. No siempre me trató mal, con altivez, con soberbia.

En realidad, hubo un tiempo, un leve tiempo, en el que mi madre fue feliz. En el que supo ser una madre de esas que te arropan como si fueras un faraón egipcio momificado y te dan un beso en la frente para comprobar tu temperatura corporal y le plantan cara a los monstruos de debajo de la cama hasta que ellos mismos se alejan asustados. Ahora, sin embargo, sé que los monstruos también se irían, pero no huyendo de la cara de felicidad de una madre que armaba un teatrillo para espantarlos con el palo de escoba que ella decía que era su varita mágica, sino huyendo de la peste a dolor y a corrupción que hiede de cada uno de los poros de Dolores Llorente. Huyendo de su frialdad, de su frivolidad.

Descifrar el momento que provocó ese cambio en el carácter de mi madre aún implica un enigma para mí. Supongo que todo ello fue una acumulación de desgracias sucediéndose una tras otra a mi familia, de despedidas de papá, de peleas de Alex en el colegio, de llegadas accidentadas a fin de mes. Supongo que tuvo algo que ver el tener que enfrentarse al anhelo de su marido durante meses y meses, siempre pendiente a las noticias sobre la guerra de Afganistán, siempre leyendo con temblor en las manos los nombres de los heridos, de los caídos, de los desaparecidos. Y el tener que renunciar a su trabajo para hacer de enfermera de su Alonso durante dos años enteros. Y la muerte de sus padres.

Lo único que sé sobre mi madre, llegados a este punto, la única certeza que tengo sobre su vida y las consecuencias de su carácter en la mía, es que, ya cuando yo tenía ocho años, mi madre era un fantasma que deambulaba por los pasillos de nuestra casa. Que iba del trabajo en la empresa de limpieza al supermercado y del supermercado a la cocina y de la cocina al sofá y del sofá a la cama. Un fantasma que perdió la calidez, poco a poco, rindiéndose a mantener una estructura familiar que se caía por su propio peso.

Un fantasma que tomó muchas decisiones a lo largo de la infancia de sus hijos, malas y buenas, sí, pero ninguna tan desafortunada como la de la mañana del 27 de noviembre de 2007.

***

—Anna. Anna, despierta. Nanna.

La llamada de mi hermano es lo único que consigue hacerme abrir los ojos. Me saca de mis pensamientos al instante. Algo sobresaltada, me despierto, un pequeño hilo de saliva recorriendo la comisura de mi labio y la mejilla marcada e hinchada por haber estado casi toda la noche apoyada en las sábanas de la cama de la abuela.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué hora es?— pregunto, el terror inundando mi voz y su regusto a miedo predominando sobre todas las cosas en mis papilas gustativas.

¿Y si la abuela se ha ido mientras dormía? ¿Y si no he podido despedirme de ella?

Giro la cabeza rápidamente para encontrarme con el rostro tranquilo de mi querida abuela, descansando en su camilla de hospital. O, más que descansando, en realidad, luchando por seguir viva. A cada minuto. A cada segundo. Uno más, uno más, uno más. Hasta poder despedirse definitivamente de nosotros.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora