Capítulo 32

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Anna

Mi primer amor fue no correspondido.

La gente comenta miles de cosas sobre el amor, es cierto, todas ellas sentimentales y poéticas, pero nunca nadie se ha atrevido a hablar sobre el rechazo. El doloroso y horrible rechazo. Esa espina clavada en el pecho, ese puño de hierro que estruja el corazón cuando es entregado a alguien, esa caída a un mar vacío desde el acantilado más alto.

Al menos no de la forma que yo considero más necesaria.

He visto cientos de películas sobre rupturas y divorcios, sí. He visto a protagonistas recorriendo con dramatismo las lluviosas calles de Londres mientras ríos de lágrimas resbalaban por sus mejillas. He visto, he oído y leído esas historias. Las historias de pérdida y pena, de ese ansiado amor adolescente que se marchita cuando termina el verano y abre paso al odioso septiembre, cuando la pasión se pierde tras los últimos rayos de sol de un agosto que parecía infinito.

Pero no he visto nada como mi historia.

Mi primer amor no fue un amor romántico. No fue adolescente, ni de película. El hombre de mi vida era Alonso de nombre y compartía apellido conmigo.

Mi primer amor fue mi padre.

Y yo, juro por dios, que le profesé todo el cariño del mundo. Más que cariño, de hecho, admiración. Era mi religión, mi bandera, mi héroe. Esa media naranja que, aunque ahora no considero que exista, terminaba por complementarme de una forma que a día de hoy no he llegado a entender.

Era amor familiar, paternal, acogedor. Me daba abrazos que parecían durar horas y me hablaba sobre sus viajes al extranjero y sus anécdotas con Tito Amador.

Y, sin embargo, todo ello no fue suficiente. Supongo que esa es la esencia de todo lo que no es correspondido: la insuficiencia.

Él se fue y me quedé sola ante el peligro.

Con 11 años, sola a pesar de mi madre, encerrada en el refugio de mi habitación hasta que nos mudamos a casa de la abuela. No salía. No comía. No sonreía. Me bastaba conmigo misma y mi soledad, yo y mi vacío y nada más. Me sobraba con respirar y limitarme a existir.

Mi segundo amor fue el baile.

El baile es como ese barco a la deriva que no esperas encontrarte en mitad de un mar en tormenta. Una salvación, para mí. Siempre una salvación.

Cuando empecé a bailar, a decir verdad, no tenía ni puta idea de qué estaba haciendo. Me dejé llevar por un impulso una tarde de finales de enero, dos meses después de la muerte de mi padre. La abuela Cayetana siempre ha sido muy fuerte, incluso después de perder a su hijo. Insistió en sacarme de la habitación, al menos durante la mísera hora que duraba la sesión, y llevarme al conservatorio. Se había enterado por Facebook -porque, sí, es una moderna- de que había un curso de danza contemporánea abierto a niñas mayores de 9 años, y no dudó en convencerme para ir.

Desde el primer día que intenté mi posición en puntas de pie con Tchaikovsky de fondo, el baile se me clavó tan profundo que comencé a dejar la comodidad de mi habitación para lanzarme al mundo y a las clases de danza que tenía que ofrecerme. No traté siquiera de cruzar el pasillo que llevaba al salón de casa, ni una vez, antes de que nos mudáramos con la abuela, pero con almorzar en la cocina y salir por la escalera de incendios me sobraba.

El tercer amor, sin embargo, ha sido más reciente.

Comenzó con las anécdotas de mi padre y mi tío alrededor del mundo y continúa hasta hoy. Con el libro de fotografías que yo tanto ansiaba que me regalaran. Con las imágenes de las pasarelas de Milán que aún tengo clavadas en la mente.

The Devil's RoomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora