Capítulo 18: La Trinidad

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Salí apresurada hacia el pasillo principal en busca del frescor de la noche. Los carruajes estaban aparcados en la entrada de la propiedad, siendo custodiados por los hombres de piel negra que se desempeñaban como cocheros. Solamentente las familias más adineradas de la ciudad podían permitirse semejante lujo. Disponer de carruajes y esclavos preparados para dicha labor.

El señor Morales intentó seguirme rumbo al carruaje pero mi tío Alfonso lo detuvo antes de que llegáramos al pasillo principal. No me detuve a esperar que terminara su conversación de negocios con mi pariente. Necesitaba que el aire nocturno inundara mis pulmones para así respirar con normalidad, lejos del ambiente viciado de esa casa embrujada. Libre del estrés que me provocaba la noticia de mi apresurada ceremonia de matrimonio.

Dentro de tres días, sería una mujer infelizmente casada. Atada a un hombre que no sentía absolutamente nada por mí. A excepción, de odio y repulsión.

Continué el camino sola hacia la salida, sin importarme siquiera el paradero de mi prometido. Bajaba las escaleras ensimismada en mis pensamientos, cuando choqué contra una señora de avanzada edad que usaba igualmente un vestido rojo. Algo atípico para la ocasión.

Su escrutinio no me pasó desapercibido. Opté por disculparme con educación y escapar de cualquier posible testigo de mi decadencia aquella incómoda noche.

—Disculpe...—Murmuré, limpiando las lágrimas que descendían aún sin consuelo por mi rostro. Su mano me detuvo por el antebrazo en mi apresurado escape.

—¿Está bien, querida?—Preguntó con evidente preocupación.

Levanté mi mirada del suelo y vislumbré las facciones de una dama que en su juventud había sido absolutamente hermosa. Un extraño reconocimiento se instaló en sus oscuros ojos marrones. Tuve una extraña premonición cuando el calor de sus dedos atravesó la tela de mi vestido con su poderoso agarre. Era un contacto bondadoso, extrañamente amable.

La dulzura de su voz me hizo preguntarme si la conocía de otro lugar. De otra vida.

—¿Nos conocemos?—Indagué desconfiada. La señora negó con la cabeza, pero algo en mi interior me decía que sí. Ese extraño sentimiento se había manifestado en mi pecho únicamente cuando la abuela Anastasia, en una de nuestras conversaciones más delicadas me pidió que le tuviera paciencia a mi madre. A la intransigente Doña Carlota. En el fondo, siempre supe la razón de la enorme distancia que nos separaba la una de la otra. Ahora volvía a sentir la misma corazonada de aquella vez. De saber cuando me engañaban en relación a mi madre—. Me mira de una forma que juraría que sí. ¿No nos hemos visto antes de casualidad?

—No, no creo... Aunque usted me recuerda a una vieja amiga—Suspiró con nostalgia para arrugar su entrecejo preocupada nuevamente—. Si quiere la invito a una copa en mi establecimiento y hablamos de aquello que le aflije. Yo también he tenido una pésima velada.

La señora llamó a uno de los esclavos domésticos que transitaba al igual que nosotras por el solitario pasillo. Los invitados estaban apostando en la sala de juegos, grandes sumas de dinero jugando a las cartas. Por otra parte, las mujeres chismeaban sobre los últimos rumores que rondaban por el pueblo. De seguro, tendrían mucho de que hablar aquella fatídica noche.

El esclavo llevaba una bandeja con pequeños aperitivos y dos botellas de vino de frutas para degustar. La dama tomó una botella y dos copas para sonreírme con picardía, dejando una moneda de oro en la bandeja del sirviente para no levantar sospechas. El hombre de piel negra hizo una reverencia y siguió apresurado su camino con una sonrisa de gratitud en su curtido rostro.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora