Capítulo 20: El hombre correcto

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La única persona logró que saliera de mi habitación esa mañana, fue Alberto quien se presentó a la Mansión exigiendo verme. Una esclava me había informado sobre la visita del Duque de Meriontes. Traía consigo mi vestido de novia, enviado directamente de La Habana. Afortunadamente, el señor Ignacio Morales había salido a la ciudad por negocios junto a mi padre, llevando consigo a parte de su comitiva de hombres. Bajo mi cuidado, se encontraba Culebra y par de sus jóvenes hijos.

Aparté la bandeja de desayuno y froté mis sienes cansada. Si no recibía a Alberto, éste armaría un monumental escándalo y lo último que necesitaba era más problemas con Ignacio.

Le había enviado una nota pidiendo que nos encontráramos en las inmediaciones de las tierras de la Mansión, pero este había actuado sin medir el peligro. Ajeno a las consecuencias de visitarme a espaldas del próximo Marqués de Urria, mi bienaventurado prometido. Finalmente, había entendido y decidido esperarme en las afueras de la propiedad.

Toqué una campanilla, llamando a las esclavas de cuarto para que me prepararan un baño caliente. Después de unos varios minutos, tocaron a la puerta abriéndose lentamente. Yeya se atrevió a mirarme a los ojos cuando las esclavas terminaron de preparar el baño.

Desvié la mirada cuando ésta resultó ser demasiado dolorosa. Esa mujer era la única persona en el mundo que me había cuidado con ternura y amor. Sin embargo, nada de eso la había detenido para traicionarme, para destruirme hasta un punto irrevocable.

Las esclavas salieron de mi habitación y ella se quedó cabizbaja. No fue hasta que tuvo el coraje de hablar que yo rompí en llanto. ¡Me importaba más de lo que iba a admitir nunca!

—Mi niña…—Sollocé, manteniendo la distancia entre nosotras. La miré temblando, con el corazón cada vez más roto y destruido.

—Me traicionaste. Confiaba en ti. ¡Eras como una madre para mí!—Confesé dolida. Respirar se me dificultaba por los sollozos. No podía dejarlo pasar. «¡Ellos no podían vivir tranquilamente su vida mientras yo sobrevivía el día a día en las sombras!»—. ¿Por qué no te fuiste con ellos?

—Porque usté es mi niña, ama.

—Te odio... No quiero seguir viendo tu cara. ¡Vete!—Yeya asintió y yo salí de la cama en dirección al pequeño cuarto de baño. Me desvestí en silencio y me recosté en la bañera con el agua caliente relajando mi cuerpo.

Salí de mi habitación vestida de hombre. Fui en dirección a las caballerizas y ensillé a mi caballo favorito. Culebra me ayudó con la montura y agarré con fuerza las correas. Me perdí en el camino empedrado y anduve hasta que las vallas de los límites del Ingenio imposibilitaron nuestro paso.

Bajé del caballo y me quité el tupido sombrero. Contemplé a lo lejos la llanura, dos de los sabuesos me habían seguido hasta la pradera. El resto de la manada se había quedado rezagada a lo lejos. Habían rastreado mi olor en las cercanías del río y por fin regresado a mi lado. Los únicos leales a mi causa, fieles a mis órdenes.

Acaricié la superficie de la lápida de Francisco y subí de nuevo a mi caballo. De nada servía recordar sucesos tristes, páginas que ya debían ser arrancadas del libro de mi vida. Estaba harta de lamentaciones.

Iba a regresar a la Mansión cansada de esperar por mi cita, dando media vuelta cuando un chiflido conocido me hizo desistir de aquel último recorrido. Un jinete apareció a lo lejos. Había pensando que Alberto incumpliría con su palabra. Tal y como en el pasado.

Distinguí su atractivo rostro y resplandeciente sonrisa desde lejos. Se quitó el sombrero y me saludó con los brazos extendidos.

—No me dijiste que te ibas a casar tan pronto...—Su reproche me hizo encogerme de hombros. ¡Era decepcionante no saber ni siquiera los detalles sobre la ceremonia de mi futuro matrimonio!—. No he recibido una invitación. Han invitado a todos los señores respetables del pueblo.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora