Capítulo 15: El entierro

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Como acto de buena fe, Ignacio me permitió regresar a las orillas del río para enterrar a los sabuesos que habían sido baleados por el Mayoral Martínez y sus sanguinarios hombres. Había enviado a Culebra a acompañarme en mi encomienda para cerciorarse de que yo cumpliera con mi palabra.

Tristemente, no podía hacer nada. Estaba atada de pies y manos. La oportunidad de escapar junto a Mariana ya no existía, así como mis ansias de protagonizar increíbles aventuras y encontrar un nuevo hogar en compañía de mi mejor amiga.

Al menos, manteniendo mi actual posición, tendría un plato de comida caliente y un techo para dormir en las noches, comodidades suficientes para una dama de dudosa reputación. Hombres y mujeres de piel negra estarían a mi disposición. Los pueblerinos y la sociedad criolla, me rendirían pleitesía debido a mi título honorífico. Sería la nueva Marquesa de Urria y perpetraría el legado de una estirpe milenaria.

«Podía ser peor», me convencí miserablemente. «Mucho peor para la bastarda hija de una prostituta mulata, que había usurpado una posición que no le correspondía por derecho propio»

El señor Morales había sido muy condescendiente al permitirme enterrar a mis amados sabuesos. También fue gentil en disponer de todo a mi gusto para nuestro casamiento. Sin embargo, él personalmente se encargaría de seleccionar el menú del banquete nupcial, la decoración de la Mansión y la ceremonia en la Iglesia, así como de los invitados de honor.

Bajo mi responsabilidad quedaba la aprobación del vestido de novia, seleccionado rigurosamente y el conjunto de mi dama de honor, su hermana Amelia. Una simple cuestión, de la que no me tenía que preocupar demasiado. Todo, en la preparación de aquella maldita boda, exudaba lujo y poder.

Salí de mi habitación nuevamente vestida de hombre. Fui en dirección a las caballerizas y ensillé al purasangre de Ignacio Morales que había sido cómplice de mi desesperada huida. Una yegua de pelaje negro, tan oscuro como la propia noche. Indómita y carrera, tal y como su actual jinete.

Me perdí en el camino empedrado, seguida por el galopar de un segundo caballo, hasta que las vallas de los límites del Ingenio impidieron nuestro paso. Bajé del ejemplar negro y me quité el tupido sombrero. Contemplé a lo lejos la verde y amplia llanura, donde tres de los sabuesos estaban tendidos inertes en la hierba.

El resto de la manada había logrado escapar al monte. Lo más probable es que no regresaran nunca más a casa al recibir mi orden de escape. Culebra me ayudó a transportar los cuerpos hacia un elevado montículo de tierra en el cual se alzaba un frondoso árbol de intimidantes raíces y vigoroso tronco con enormes ramas, que proyectaban una larga sombra sobre la hierba.

La tumba de Francisco estaba a tan solo unos metros debajo de la mística Ceiba. Ese era el pequeño santuario, que en vida compartía conmigo. Recostado al tronco de ese árbol, había pintado los más hermosos bocetos de una pequeña niña. La niña que había dado de ser necesario su vida por la suya.

Amarré mi caballo en una de las ramas y terminé acostada sobre la hierba que cubría aquel sepulcro con los sabuesos muertos a mis costados. Los abracé con lágrimas descendiendo por mis mejillas. Santo Guardián, Negro y Luna, eran sus nombres. Los que de pequeña les había dado, junto a mi hermano Francisco.

—¿Sabías que mi verdadera madre era mulata, Culebra?—Le dirigí por primera vez la palabra al negro esclavo desde mi llegada a la Mansión, quien cavaba en el suelo tumbas para mis leales amigos.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora