Capítulo 7: El ultraje

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Abandoné la habitación lo más rápido posible. Corriendo a todo pulmón, dejando atrás a todas las murmuraciones que resultaban de mi acto de presencia en aquella formal velada de compromiso.

Salí disparada hacia el ala norte de la Mansión. Subí agitada las escaleras y doblé por el pasillo principal a la derecha. Los grandes ventanales reflejaban la luz de la luna e iluminaban parcialmente mi doloroso recorrido.

Había sido un error monumental contrariar a Ignacio y sublevarme ante la voluntad de la pequeña aristocracia española que se había asentado en tierra cubana. «¡Viles traidores! Era mejor así. ¡Qué supieran que la Dama de los Sabuesos había regresado!»

Deseaba que inclinaran sus cabezas ante mis pies. Me daba igual si era por respeto o por miedo. Nadie me insultaba y vivía para contarlo. De ser así, iba a orquestar el asesinato del señor Ignacio Morales esa misma noche.

Presentarme nuevamente ante la sociedad era uno de mis mayores temores y no por los depravados comentarios que sabía que recorrerían la ciudad con mi llegada. Me gustaban los chismes y las murmuraciones, pero todavía no estaba preparada para volver a ver al hombre al que había sido prometida a los doce años de edad en un pacto sagrado por nuestras familias.

Cuando estaba encerrada en el Convento pensaba que la salvación vendría de sus brazos y de la acción caballerezca del rescate de Alberto a una damisela en apuros. Nadie me salvó de aquel triste y solitario infierno. De mi parte, solo estuvieron la dulce Mariana y mi deseo de supervivencia, para regresar y atormentar así a cada ser infernal que se cruzara en mi camino como pasatiempo.

A lo lejos, se escuchó el sonido de unos firmes pasos en la oscuridad del pasillo principal. Me detuve en seco?cuando dos personas salieron entre risas y murmullos de una de las habitaciones de invitados en dirección a mí.

Palidecí cuando la luz de la luna se proyectó en sus rostros. Alberto y su nueva amante se cruzaron en mi camino. «¡Era como si Dios se empecinara en castigarme todavía a esas alturas! ¿Por qué Alberto tenía que haber venido a aquella fiesta?» Pensaba que él estaba en España, con su padre en las Cortes.

¡No era posible! Ni siquiera en esas vergonzosas circunstancias, Dios me amparaba con su misericordia. Limpié nerviosa las lágrimas que surcaban por mis mejillas ante aquel inesperado reencuentro.

«No más humillación, por favor», le supliqué al Cristo que se negaba en escucharme. Las carcajadas de Alberto me persiguieron en mi torpe retirada. Choqué con el pecho de un hombre y unos dedos fuertes desgarraron la delicada piel de mis antebrazos en un poderoso agarre.

Ignacio siempre aparecía en los peores momentos. El verdugo que mi padre había encontrado para torturarme de por vida.

—¿De qué está huyendo, Victoria?—El muy cínico se sonrió en mi cara. Miré hacia el final del pasillo e intenté nuevamente escapar.

Alberto y su amante estaban ya a unos pocos metros. ¡Todavía no me había visto y si tenía un poco de suerte podía escapar! Lo último que deseaba era verlo en brazos de otra, que fuera testigo de mi decadencia.

—¡Suélteme!—Forcejeé entre tímidos susurros con Ignacio, rogándole en última instancia—. No quiero que él me vea así, por favor... ¡Por favor!

Las pisadas de Alberto y de su acompañante se escuchaban cada vez más cercanas. El señor Morales me empujó contra la pared y apretó su cuerpo contra el mío.

—Por favor...—Mis benevolentes palabras de súplica no lo ablandaron. Alberto y la mujer pelirroja que lo acompañaba se detuvieron a mitad del pasillo y nos observaron expectantes.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora