Prólogo:

701 50 17
                                    

"Nos prometieron que los sueños podrían volverse realidad. Pero se les olvidó mencionar que las pesadillas también son sueños"

Oscar Wilde



Cuando era pequeña mi madre, Doña Carlota del Pilar Izaguirre, única hija de un matrimonio aristocrático español de linaje real por vía paterna, familia lejana de sangre del Rey Fernando, me decía que el lugar de una mujer era al lado de su marido. Sirviéndolo con devoción y entrega, dando a luz a sus hijos y cumpliendo con la voluntad de Dios.

Su feliz matrimonio con mi padre era digno de admirar. Era todo a lo que una mujer de alta cuna podía aspirar en esa época. Un Marqués que había recibido como herencia de su tío muerto por la fiebre tropical, fértiles tierras en Cuba, la más hermosa de las colonias de España en las Américas. Decían que había oro en los ríos. Oro, como el encontrado en los casi extintos pueblos Maya y Azteca.

En su juventud, aquel pariente de mi padre fallecido misteriosamente en el otro extremo del mundo lo contagió con las mismas ansias de Diego Velázquez de colonizar nuevos territorios. Años posteriores, cuando comenzaron a traer los primeros negros esclavos de África por mandato real al nuevo continente, él mismo se alistó en su propia travesía para probar la dulzura de la caña de azúcar.

Doña Carlota siguió a mi padre Esteban hacia el nuevo continente. Hasta las islas descubiertas por Cristóbal Colón. Llevaba a mi hermano Francisco en brazos y lo amamantaba todavía. Sin embargo, nada la detuvo para reencontrarse con su familia de nuevo. Para volver a ver a su más ferviente amor.

Rondaba el año 1822, cuando llegaron a las costas de la colonia más exuberante de España. La familia de Marqueses de Urría, se asentó en unas tierras fértiles en el occidente de la Isla. Pronto, comenzaron con la producción de azúcar y tabaco sobre la base del explotador trabajo esclavo, haciéndose cada vez más ricos.

Esa era la dulce historia que mi madre me contaba cuando era pequeña todas las noches antes de dormir. Deseaba que fuera, a pesar de no tener sus hermosos ojos azules y no ser española sino criolla, una mujer de tradición europea como ella, hija legítima de poderosos y acaudalados Marqueses.

Fue por ello que mi compromiso a los doce años con el infante Juan Alberto Miguel Sandoval de Merionte, hijo de un Duque de Córdoba con fuertes lazos en las Cortes, era tan importante para mi madre y sus ansias de que emigrara al reino de España. Sin embargo para mí, ese compromiso simplemente significaba la gloria para mis aspiraciones aventureras. Siempre había soñado con montar en un navío y recorrer el mundo. Conocer qué otras maravillas el Señor había creado, según como se enunciaba en la sagrada Biblia.

Casarme, con un joven guapo y educado eclipsó cualquier otro juvenil sueño. Ese inocente amor que ya le profesaba al galante Alberto, no era más que la propia ensoñación de la libertad.

Nunca esperé así, que mi mejor amiga Catalina me suplicara que la ayudara a escapar de su habitación la noche antes de su casamiento con mi hermano Francisco. Intenté que se calmara, replanteándole la vida de ensueño que tendría con el próximo Marqués de Urría. Mis sinceras palabras de aliento, solo la hicieron sollozar aun más.

Yo era una torpe niña que muy poco sabía del amor. Tenía catorce años y me iba a casar la próxima primavera con miles de sueños, vestida de un inmaculado blanco con el hijo de un distinguido Duque.

Entonces me enteré que la acalorada pelea que mi hermano había tenido con Tomás, un esclavo de la barraca con el cual habíamos crecido, no había sido por una osadía de éste como criado de cuarto sino porque él y Catalina estaban enamorados.

Mi amiga me suplicó tan fehacientemente, con tanta devoción, que actué casi sin pensar confiando en que ella cumpliría su promesa y se casaría con Francisco a la mañana siguiente si yo liberaba a Tomás y lo dejaba escapar al monte. Fue por ello, que me escabullí por los pasillos de la Mansión y recorrí el sendero que iba hacia las barracas.

La preocupación de Catalina por una represalia de mi hermano contra Tomás me hizo atravesar las perreras y tomar las llaves del borracho Mayoral Martínez en su camastro. «¡Tan sólo quería ayudar! ¡Qué todos fueran felices!»

Era tan ingenua que confíe en que Tomás escaparía al monte. A cualquier palenque de esclavos que habían huído de sus amos sin tomar venganza a mano propia.

Tomás me aseguró que se iría, que lo mejor era que Catalina fuera feliz con Francisco. Le creí estúpidamente. Confíe en las promesas de un amor prohibido y abrí la oxidada puerta del cuarto de castigo. Solté sus cadenas y él se fue. O eso pensé, cuando regresaba a la Mansión con el corazón todavía latiéndome nervioso en el pecho.

Las llamaradas de fuego se expandieron por todos los cañaverales, así como los gritos de horror de los esclavos exigiendo sangre y muerte. La sublevación de esclavos, los hermanos de color que tanto había amado, así como las mentiras de un amor entre un criado doméstico negro y una señorita de buena familia blanca, me arrebataron la vida a la cual estaba destinada. Ellos lo quemaron todo, hasta el último cimiento.

Y como si la venganza no fuera suficiente al haber reducido a cenizas su condición de explotados, se lo llevaron también a él. Lo asesinaron. Cruelmente.

A mi hermano Francisco, por quien lo había hecho todo.


Esta historia es pura ficción. Cualquier semejanza con la vida real es pura coincidencia.

Todos los eventos que aquí suceden son producto a la imaginación humana.

Mi imaginación.

O no, simplemente no.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora