Capítulo 5: El cuadro de una difunta

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La lluvia arremetía fuertemente contra los débiles cristales de mis ventanas. Estaba acurrucada en la cama, viendo como las siluetas de los árboles cercanos se proyectaban como misteriosas sombras en las paredes de la habitación.

Desde el altercado con mi padre y el descubrimiento de las verdaderas intenciones del señor Morales me sentía débil y enferma. Le había escrito a Mariana tratando de consolarme. En busca de su guía y apoyo.

Prefería una y mil veces estar encerrada como una prisionera en el Convento que en mi verdadero hogar. A esas alturas, no me importaba día tras día como esclava de la religión católica, encender velas a las estampas y figurillas de los santos a modo de ofrenda divina, ni ninguna otra encomienda de la madre superiora.

Esa prisión no era peor que esta. ¡Qué el compromiso de un matrimonio que me ataría de por vida! Ni siquiera la idea de vestir de blanco y caminar hacia el altar como la próxima Marquesa de Urria, perpetrando el título me contentaba.

Yo había estado destinada a ser una duquesa, esposa de un gran y galante hombre. Los títulos ya no tenían efectos venenosos en mí, que despertaran en lo más profundo de mi ser la codicia y avaricia de una mente enferma.

Todo estaba perdido, así como el bello futuro que una vez hace mucho tiempo había soñado. El viaje a España, mi presencia en las Cortes y en el Palacio del Rey. Aspirar a una estancia definitiva en la Mansión de mi amado Alberto en Córdoba para ver crecer a nuestros hijos y nietos.

Sin Francisco y la familia a la cual creía pertenecer, nada tenía sentido. Ya no me importaba en lo absoluto el odio de mi padre. No le debía nada. Toda mi deuda estaba saldada. Quizás, todavía no era demasiado tarde.

Podía embarcar de forma clandestina en un navío y viajar bien lejos. Empezar de cero en cualquier isla pirata, huir incluso a Tortuga, para traficar carne salada como los temibles bucaneros.

La vela del aparador se apagó entonces y Madre volvió de las sombras. Un cuerpo esquelético merodeó por mi habitación. Sangre, le corría por el grotesco rostro.

Aparté la mirada de su fantasmal figura y corrí las sábanas para prepararme para la cena. Bien podía cenar en mi cuarto pero solo Dios sabía como detestaba los espacios cerrados.

Tomé mi bata de noche y até sus lazos a mi cintura. Caminé hacia la criatura oscura que bloqueaba mi camino, traspasándola tranquila para llegar a la puerta. Se desintegró luego de aceptar que no podía tocarme con aquellas espeluznantes garras.

Después de mi caída, esos eran los demonios que me perseguían. Ver a Doña Carlota ahorcada, con los ojos salidos de las órbitas y el cuello roto en los momentos de locura. Tal y como la había encontrado en su cuarto después de la muerte de su adorado hijo.

Aparté todos aquellos recuerdos de mi mente y recé para no encontrarme a mi padre por los pasillos de la Mansión. Era desagradable ver en lo que se había convertido y en consecuencia, lo que me había forzado a ser a mí. Un ser despiadado y colérico. A renacer impura de la muerte al su látigo marcar mi piel como un doloroso y sangriento recordatorio de vida.

De su propia boca, había escuchado la verdad cuando me encerró después de su brutal castigo en las perreras. «¡Qué no era una hija legítima, fruto de un gran amor sino una maldita y sucia bastarda, con sangre africana corriendo por las venas!»

Doblé por uno de los pasillos y atravesé la biblioteca para evitar pasar frente a su despacho. Todo seguía igual, aunque más polvoriento y desorganizado. Los estantes estaban llenos de libros, mientras que en el suelo reposaban algunos ejemplares amontonados en gigantescas pilas.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora