Capítulo 43: La cueva y el campo de girasoles

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El trayecto en coche fue sumamente difícil. Iba en dirección a la casa de campo de Mariana, lugar donde residía después de su casamiento con su prometido. El único refugio con el que contaba para esconderme de Ignacio y su amante.

A mi lado, Lalissa dormía acurrucada contra mi hombro pero yo apenas había podido pegar un ojo. Estaba demasiado dolida y destrozada por dentro. Repetía una y otra vez en mi cabeza, la fátida escena de Ignacio contando la verdad detrás de nuestro casamiento y sus verdaderas intenciones para consolidar el Marquesado.

Desde el principio me había engañado y lo consiguió íntegramente. A esas alturas, nada debía quedar del Ingenio y los cañaverales, ni de la Mansión. Había liberado a los esclavos porque el paraíso que juntos construimos caería en la ruina si Ignacio y Margarita lograban ejecutar su malévolo plan. Encerrarme para siempre en el Convento, privándome de mis derechos.

Los esclavos habían incendiado su antiguo hogar antes de perder nuevamente la libertad. Bajo mi protección eran libres. Libres de vivir pacíficamente con sus familias sin que les faltara cobijo o comida. Libres de la explotación del látigo y el odio entre razas.

Pensé en Celé y en el pequeño Francisco y tuve ganas de llorar. También, en el viejo Culebra que tanto me había cuidado y amado como un verdadero padre. Estaban resguardados en el monte, en el palenque más seguro. «¡Nunca más ningún esclavista blanco los trataría como bestias! ¡Nunca otro hombre los esclavizaría!»

El sol comenzaba a levantarse en el horizonte. El paisaje era precioso, una sabana inmensa con pequeñas aves que alzaban el vuelo. Con cada nuevo kilómetro recorrido, dejaba atrás mi antiguo hogar.

Iba a criar a mi hijo sola en alguna localidad lejana, donde Ignacio y su amante nunca me encontrarían. Nadie me separaría de mi bebé. Deseaba ser para él la madre amorosa y protectora que yo nunca había tenido.

Contemplaba, absorta en mis pensamientos, el apartado camino por donde Miguel había preferido transitar, cuando a lo lejos apareció una pequeña cabaña. En la pradera un niño corría de un lado a otro seguido de un inmenso perro. La figura del animal captó completamente mi atención.

El carruaje siguió su trayectoria, mientras nos íbamos acercando a la rústica casa. El perro le ladró a los caballos y nos enfrentó cuando el coche pasó cerca del infante. El niño se me quedó mirando espantado como nunca antes había visto hacerlo a ninguna otra criatura. Corrió a su casa despavorido mientras gritaba asustado.

Un hombre salió de la cabaña, apoyándose en un bastón. Se quitó el tupido sombrero y levantó la mirada del suelo mientras levantaba a su asustado hijo en brazos. Tuve un escalofrío, él también lo sintió. Tomás me miraba perplejo, atónito.

Golpeé el techo del coche para indicarle a Miguel que detuviera los caballos. Lalissa se despertó de golpe asustada. Me miró desorientada y yo le pedí que se quedara dentro. Miguel saltó del carruaje y me abrió la puerta para con cuidado ayudarme a bajar los inclinados escalones.

Tomás le ordenó a su hijo que entrara a la casa. Catalina producto al revuelo salió a mi encuentro, palideciendo en el acto.

Caminé lentamente hacia la vereda de su rústica vivienda. Los contemplé fríamente sin ninguna expresión en el rostro. Miguel se mantuvo atento con una mano en su pistola.

—¡Qué maldita sorpresa...!—Murmuré con evidente sarcasmo. No pude evitar una carcajada diabólica. Tomás no se dejó intimidar y caminó hacia mí temeroso de que pudiera hacerle daño a su familia. Catalina intentó detenerlo.

—¿Qué haces aquí, Victoria?—Me habló casualmente, como si tuviéramos la intimidad para tutearnos.

Ya no éramos amigos. Ni siquiera familia, tal como Yeya nos hacía creer de niños. Ese hombre, me había privado de la felicidad en busca de la suya. Todavía, no entendía como Dios podía quedarse de brazos cruzados viendo a esos dos siendo felices junto a su pequeño hijo. Todo, lo que a mí se me había negado.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora