Capítulo 2: La hija del Marqués de Urria

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Era pasado el mediodía y hacía un calor insoportable. El contínuo traqueteo del coche por el defectuoso camino, colmaban en diminutas dosis mi paciencia.

Gruñía molesta, completamente agotada. Tres malditos días de viaje y no encontraba la hora precisa de llegar a mi hogar. Deseaba contemplar la majestuosa Mansión y acostarme en la suave y mojada hierba en las tardes, para después dormir acariciada por la tenua brisa que hacía bailar las hojas de los árboles.

Ansiaba ver a Yeya, abrazarla. Ocho años exiliada en un destierro infinito lejos de casa. Torturada por demonios diferentes; culpa e inocencia. Negué con la cabeza impaciente cuando la misericordia se apoderó de mi maltrecho corazón. Ella también era culpable. Me había salvado de morir en las perreras, alucinando por las altas fiebres.

Antes, cuando era feliz, Yeya era la persona que más amaba en el mundo. Dormía en su regazo y disfrutaba de sus fantásticas y mágicas historias. Nunca mi madre me quiso de esa forma, me entregó a una vieja esclava para que me criara como suya. Siempre para ella fui una carga, una molestia.

Nunca más hubieron historias de amor de pequeña narradas en las noches. Nunca más hubo cariño que enmanara de su pecho por mí. Quizás, simplemente me odió por conocer la verdad detrás de mi nacimiento.

Doña Carlota era una mujer muy estricta y convencional. El hecho de que su marido visitara burdeles de mulatas y negras libres, abandonando su lecho la perturbó demasiado. Yo era muy joven cómo para diferenciar el odio del amor.

No obstante, esa niña había muerto hace mucho tiempo. Ahora conocía del odio como virulenta enfermedad que se apoderaba completamente del más inocente corazón.

Enfoqué la mirada a través de la ventanilla del carruaje y suspiré nostálgica. El camino atravesaba un bosque de mil árboles. Ceibas, algarrobos y pequeños pinos dispersos en la distancia.

La luz del sol se perdía entre las copas de los árboles. Troncos gruesos y finos. Ramas largas, torcidas e inestables. Mi hogar estaba cerca.

«Un kilómetro. Faltaba un kilómetro para llegar a casa»

Respiré y traté de calmarme. Ese era un nuevo comienzo, volvería a mi tierra. Haría sentir orgullosa a Mariana y cumpliría con la última voluntad de mi querida abuela Anastasia.

Sin embargo, no pude evitar recordar. Recordar, la causa de todas mis penas y remordimientos.

(...)

«-¡Sube de una vez, Victoria!-Francisco me gritaba desde una inestable rama. Estaba demasiado alto y tenía mucho miedo.

-No puedo. Me dan miedo las alturas-Me sujeté con fuerza del árbol y cerré con fuerza los ojos. Tenía el vestido sucio y roto. Las faldas se enredaban entre mis piernas-. Madre nos castigará, Francisco.

-Victoria...-Me llamó dulcemente. Sus ojos brillaron bondadosos. Su sonrisa me llenó de calma y sujeté la cálida mano que me ofrecía-. Te tengo. Confía en mí, hermanita.

-Prométeme que no me soltarás, Francisco. Prométemelo.

-Te lo prometo»

(...)

Cuando éramos niños, mi hermano Francisco y yo trepábamos árboles buscando nidos de pajarillos. Madre siempre nos regañaba cuando llegábamos a casa, sucios y magullados.

Su reprimenda era para mí, Francisco quedaba ileso de sus duras palabras. Sin embargo, me protegía. Los golpes de nuestro padre Esteban siempre eran para él, quien no era un hombre de contemplaciones.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora