Capítulo 3: El señor Morales

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Fui a mi antigua habitación después del violento altercado con el aludido señor Morales. Polvo, millones capas de polvo cubrían cada mueble y objeto circundante a mi alrededor. En un arrebato de furia, aparté cada una de las sábanas polvorientas y abrí las grandes ventanas de madera para respirar aire puro.

Salí al desolado balcón y me recosté pensativa a la baranda, admirando la vista del atardecer en un intento por serenarme. Estaba allí, en casa. Pero irónicamente no lo sentía de esa manera. Me iba a casar. Mi padre me vendería como un esclavo más, atándome a un nuevo verdugo.

«¿Es que siempre tendría que ser así? ¿Sería acaso una mujer pisoteada y maldita toda una vida?», pensé con rabia y dolor dejando a un lado la culpa por mis crímenes del pasado.

Padre era un hombre sumamente inteligente, siempre lo había sido. Mis desdichas fueron sus mejores escapatorias. Pero, esta vez no iba a sacrificarme. Esta vez, no iba a ceder tan fácil. Ya había pagado por todos mis pecados.

No me correspondía pagar con mayores infelicidades y miseria. Mi deuda con mi familia muerta estaba saldada para siempre.

El remordimiento en las noches era un precio de por sí demasiado alto. «¡Si no hubiese abierto aquella puerta! ¡Si esa debilidad disfrazada de lástima no me hubiera seducido desde lejos mi vida sería diferente en estos momentos!»

Ese simple hecho me lo había arrebatado todo: mi familia, mi hermano, mi perfecta vida y las ilusas fantasías que me hacían completamente feliz.

Había sido una niña tonta, pero ya no lo era más. Ahora, era la maldad personificada e iba a hacer que mi padre y ese altanero tipejo se arrepintieran de desencadenar las crueldades de un monstruo. Y si el precio no era otro que mi libertad, entonces ni el látigo del Marqués de Urria controlaría el fuego de mi infierno en vida.

Las tierras de la Marquesita siempre serían mías por herencia. El Álava caería conmigo. Con el único descendiente vivo de una fortuna perdida.

Llamaron a la puerta y Yeya entró recelosa. Dos esclavas jóvenes la acompañaban. Limpiaron cuidadosamente la habitación y prepararon la bañera con agua caliente. Hicieron su trabajo de forma impecable en silencio y luego se marcharon a toda prisa.

Todas, a excepción, de mi madre negra. La única madre que me había amado incondicionalmente.

-Mi niña... -Sentí el sonido de su dulce voz acariciarme. Deseé un abrazo, un beso o la más ligera de las caricias de su parte.

Era otro tiempo. Ocho años habían sido mi propia eternidad. El castigo divino por ser el ángel destructor de mi propia casa.

-Tu niña murió-Respondí con fatalidad.

Ella había sido también culpable. Esa había sido la gente que conspiró en mi contra, que me traicionó cruelmente. Su abominable hijo, ese maldito negro, arruinó las perspectivas de un futuro hermoso, único.

-No diga eso, ama-Contestó lastimero, intentando tocarme. La aparté bruscamente. Debía ser fuerte, lúcida. El sentimentalismo no iba a salvarme de aquella vil encrucijada. La lástima, tampoco.

-¿Quién es el hombre con el que Don Esteban quiere casarme?-Pregunté sin más, autoritaria. Me moví intranquila de un lado a otro en la habitación.

Traté de pensar con claridad. De encontrar una escapatoria. Yeya desde una precavida distancia me miraba nerviosa.

-El señó Morales es un aboga'o. Se mudó hace poco pa cá pal pueblo. Ese señó es bueno, ama.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora