Capítulo 4: Una serpiente disfrazada de hombre

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Esa noche no dormí a pesar del cansancio y la fatiga del viaje de regreso a casa. Unos ojos azules me acosaron durante toda la madrugada. En sueños, nuestro primer encuentro se repetía de forma incesante. Sus dedos recorrían nuevamente mi rostro, caricias llenas de promesas ocultas.

Cuando amaneció me quedé unos minutos contemplando cómo los rayos del sol iluminaban poco a poco mi habitación. Remoloneé en la cama, inhalando el perfume de las sábanas y su delicada suavidad. Me vestí ligera para dar un pequeño viaje por el Ingenio y robé algunos bocadillos de camino a la cocina.

Ensillé uno de los caballos más fuertes de las caballerizas y salí al trote acompañada de mis sabuesos como en los viejos tiempos. El cochero del Ingenio, que no resultó ser otro que el esclavo al que había golpeado salvajemente, me abrió la reja de hierro hacia el trillo rural con miedo.

Atravesé los cañaverales y contemplé a a lo lejos cómo los esclavos trabajaban arduamente en el surco de caña. Varios de ellos, me observaron curiosos desde la distancia. Me negué a despegar mi atención del camino empedrado. Sabía que si levantaba la mirada del suelo, pecaría.

Un tipo corpulento hizo sonar el látigo y el grito de un hombre me hizo estremecer sobre el caballo. Ese era el precio que tenían que pagar los de piel negra. La condena de aquellas bestias traídas como animales de África. Sin embargo, no lo sentía así. Muy en el fondo, yo era también parte de ellos. Su asquerosa sangre corría por mis venas.

Me alejé más y más del Ingenio. Galopeé por la verde llanura y los sabuesos se perdieron en el espesor del bosque. Cabalgué largos kilómetros, rumbo a la llanura donde pastaban las reces y animales de cría de la hacienda. A los límites de las tierras, que me pertenecían por derecho propio.

El río que cruzaba la región apareció en mi campo de visión, evocando el espejismo mítico de un oasis. Espoleé al indomable caballo y lo hice acercarse a las inmediaciones de aquellas aguas. De un solo salto bajé de la montura a tierra firme. Agarré las riendas del animal y lo llevé hasta la orilla para refrescarse.

En ese mismo río, se había perdido el cuerpo de Francisco herido por las balas de su propia pistola a manos de un engendro de la naturaleza. El hijo pródigo de Yeya debía llegar a la otra orilla para ser libre. Tomás solo tenía que nadar para escapar al monte. Nadar y dejar aquellos años de explotación y esclavitud atrás.

Sin embargo, me traicionó. A mí. A la hermana de la infancia que le dio la añorada libertad, quebrantando una sagrada promesa.

El cálido aire de verano revolvió mis largos cabellos. Mi mirada se posó entonces en el hombre que nadaba desnudo en aquellas cristalinas aguas. Tragué saliva y respiré hondamente.

Sin embargo, no aparté la vista de mi supuesto prometido. Su cuerpo musculoso y bien proporcionado flotaba en el agua. Ignacio me descubrió observándolo a escondidas. Salió del río y desde ese mismo extremo, comenzó a vestirse en silencio.

Una sonrisa adornaba sus masculinas facciones cuando se reencontró conmigo en la orilla del río. Tuve miedo de haber quedado nuevamente hechizada.

Despejé mi cabeza y me di la vuelta para marcharme. Agarré mis sucias faldas y tomé las riendas del ejemplar negro. Ensillé de nuevo mi caballo y volví al camino para regresar a casa. Estaba sudada y debido a la inoportura presencia de Ignacio, no podría refrescarme en las frías aguas del río donde de niña me bañaba con Francisco y Catalina.

-¡¿Está espiándome, Victoria?!-Su voz llegó lejana a mis oídos, casi como un susurro. Un escalofrío me recorrió entera. Me di la vuelta lentamente en mi montura. Estaba escasamente vestido. Llevaba la camisa desabotonada y su pelo mojado le cubría la frente-. ¿Ahora intenta hacerme creer que este encuentro fue una coincidencia? ¿Es su pasatiempo favorito el espiar gente?

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora