Capítulo 9: El Duque de Merionte

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Después de retirarme a mi habitación mental y físicamente exhausta, dejando a Ignacio en la sala con la palabra en la boca me esperaba un baño caliente. Amalia, la hermana bastarda del señor Morales, me esperaba pendiente de cada una de mis demandantes órdenes.

La muchacha era dulce y algo tímida, pero muy trabajadora. La había apartado de la cocina para que me ayudara como criada de cuarto en mis quehaceres. Sacándola de la vista del Mayoral Martínez y de cualquier otro trabajador del ingenio. Incluso de mi padre, que era predilecto a las muchachas jóvenes.

Amelia me ayudó a desvestirme y liberar mi largo cabello de las incómodas horquillas. Retiró mi vestido del suelo, doblándolo con delicadeza en el desván. La carta de Mariana cayó de mi bolsillo y ella la recogió con cuidado.

-¡No la abras!-Exclamé, provocando que la hermana de Ignacio reaccionara de una forma inesperada. Se quedó muy quieta y me miró con los ojos llorosos. La había asustado con mi frenético grito-. Es correspondencia privada, Amelia. No quería asustarte, disculpa-Le expliqué suavemente.

La dulce Amelia me recordaba a la niña que había sido en el pasado. A la joven inocente que amaba a cada criatura de Dios por igual. Compartíamos la misma historia. Los infortunios de nacer con piel blanca, a pesar de nuestras raíces africanas.

-Disculpe, señora-Hizo una inclinación con la cabeza y me miró con tristeza-. De todas formas no sé leer. No tiene por qué preocuparse.

-¿No sabes leer?-La muchacha negó afligida con la cabeza. Era obvio, se trataba de una esclava. Recordé la confesión de Ignacio y la curiosidad picó con fuerza en mí-. ¿Eres hermana del señor Morales, verdad?-Amelia palideció. Podía notar su incomodidad.

-Es un secreto. El señor Ignacio me ordenó que no lo comentara con nadie-Suspiré y froté mis sienes cansada. Ignacio Morales tenía muchas más facetas de las que podía imaginar. Sin embargo, ninguna debilidad que pudiera utilizar en su contra.

-¿Es por qué eres una esclava?-Ella negó con la cabeza y me miró con dulzura.

Caminó hacia mí y me ayudó a desabrochar las tiras de mi apretado corsé. Cuando intentó ayudarme con la bata que cubría mi desnudez la detuve. Nunca le permitía a las esclavas domésticas que fueran testigo de las horribles cicatrices de mi espalda. Eran suficientes los chismes y las historias que rondaban en el ingenio y la ciudad con el terrible castigo que al que me había sometido mi padre.

No quería su lástima ni compasión. Éramos diferentes a pesar de estar marcados, esclavos y yo, por el látigo de cuero de mi padre.

-No soy una esclava, señora-Su confesión me dejó boquiabierta. «¿Entonces por qué Ignacio la trataba como si lo fuera?», me pregunté con recelo. Me aborrecía por mi desprecio hacia los hombres y mujeres de piel negra, pero él recriminaba a su propia hermana por ser bastarda-. Mi padre me registró con sus apellidos hace poco tiempo, pero vio más conveniente que yo viajara con Ignacio para evitar cualquier imprevisto.

-¡Oh Dios mío!-Llevé una mano a mi boca y la miré estupefacta. Aquello me había tomado por sorpresa. Con la ropa adecuada y baños con fragancias aromáticas, Amelia podía pasar por una señorita blanca evitando cualquier sospecha sobre su mestizaje-. Tu padre sin dudas es un hombre de principios. Me alegra que cumpliera con su deber para contigo.

-¿Necesita que la ayude a bañarse o que le frote la espalda?-Con una sonrisa, Amelia volvió a mostrarse servicial para complacerme.

Su pregunta me provocó escalofríos en todo el cuerpo. Muy poco me gustaba que deliberadamente me tocaran. Sentía como si el más mínimo contacto humano sobre mi piel quemara como el abasallador fuego. Decidí no interrogar más a Amelia y permitir que se marchara a cumplir con sus otras labores.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora