Capítulo 12: Gritos y pesadillas

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Las arañas aparecieron en la madrugada. Salían de minúsculos lugares y se multiplicaban en dos cada una, recorriendo las paredes de mi cuarto.

Cuando desperté, estaban en mi cama atacándome con sus enormes patas. Traté de quitármelas de encima pero aparecían más de recónditos lugares. Cientos, quizás miles. Me observaban con sus monstruosos ojos y sabía que conspiraban en mi contra.

Las oía, me querían comer viva. Me tapé con las sábanas y los truenos a lo lejos azotaron las ventanas de mi habitación. La escuché a ella entonces murmurando, pidiendo mi sangre.

Madre apareció en un rincón de la habitación. La soga que rodeaba su cuello, la hacía balancearse de un lado a otro. Me miraba con los ojos salidos de sus órbitas. Como la pesadilla que realmente era.

Todas las noches era el mismo tormento. El castigo con el que Dios me había premiado por haber sido engañada por una amiga. Por haber sido traicionada por un amado hermano de crianza.

Corrí por todo el pasillo de la Mansión intentando esconderme. Cuando no cumplía con las tareas que me asiganaba mi preceptora, Madre me pegaba. Lo hacía sin piedad y lo disfrutaba. Lo veía en sus ojos. Cada golpe iluminaba su rostro. Hacerme daño, la hacía extrañamente feliz.

Francisco siempre la detenía. Mi hermano, era el único que podía protegerme. «¡Y ya no estaba! ¡No estaba! ¡Asesinado por seres oscuros y sin entrañas!»

Descubrí muy tarde que Doña Carlota no era mi madre, que no me había dado a luz. Esa fue su confesión antes de ahorcarse frente a mí, suplicándole entre sollozos que no lo hiciera, que me perdonara.

Si llegaba a la habitación de Francisco quizás podría evitar que ella me hiciera daño. Si llegaba a su cuarto la locura me concedería el placer de verlo, de sentirlo. Todo estaba en la más oscura penumbra. Me escondí detrás de un sofá de cuero y me cubrí con fuerza mis oídos.

«¡No quería escucharla! ¡No quería sentirla controlándome, metiéndose en mi perturbada cabeza!»

—Vete, vete, vete, vete...—Los susurros se hicieron más fuertes y las arañas comenzaron a caminar por las paredes de la habitación de Francisco—. Por favor, por favor, por favor. Ven Francisco. ¡Ayúdame, por favor!

Unos brazos me levantaron en peso y acomodaron mi cuerpo en un aterciopelado mueble. Con suavidad, los dedos de un hombre apartaron el cabello de mi rostro empapado de sudor. Mi hermano finalmente había venido a salvarme.

—¿Victoria qué haces aquí?—Preguntó preocupado Ignacio, obligándome a mirarlo a los ojos.

—Las arañas me están persiguiendo. Ellas quieren comerme...—Un sonido vino desde afuera y yo lo abracé desesperada. Ellas iban a atacarme. Estaban escondidas—. No dejes que me encuentren... ¡Por favor!

—No veo arañas por aquí. Tranquila... Voy a llamar a algún criado—Susurró tranquilamente, para apartarme a un lado.

—No, no, no... No me dejes sola. ¡No me dejes!—Me afiancé a su cuerpo y asustada senté en su regazo.

Ante semejante escenario, Ignacio simplemente me abrazó protector. Su pecho subía y bajaba entre respiraciones profundas. Los latidos de su corazón fueron devolviéndome la tranquilidad que necesitaba. Su mano se deslizó una y otra vez acariciando cariñosamente mi cabello.

La noche se volvió entonces más clara. Me separé de Ignacio cuando entendí que todo había sido una pesadilla. Nuestros ojos se encontraron y noté como su mirada se concentraba en mis labios.

Estábamos muy cerca, a tan solo unos pocos centímetros. Me removí nerviosa intentando descender de su regazo. Él inspiró brusco y una dureza se formó en sus pantalones. Mis muslos rozaban su excitación de una manera impropia. Ese era mi primer contacto íntimo con el sexo opuesto.

El señor Morales acarició mi mejilla y yo cerré por un instante los ojos. Ardía bajo su toque. Sus dedos recorrieron el contorno de mis labios y se perdieron entre la espesura de mi cabellera acercándome aun más a su cuerpo. Mordí mi labio inferior con fuerza al escuchar cómo un gemido se le escapaba de la boca. Rocé su dureza antes de separarme por completo evitando que me besara. Los labios de Ignacio acertaron en mi cuello con un suave beso y una corriente eléctrica me recorrió entera.

Algunas de las monjas del Convento mantenían relaciones carnales con los jóvenes aprendices. Ellas hablaban de cosas desconocidas para las mujeres vírgenes. Nunca pensé que sus descripciones abarcaran unas ansias de consumación tan fuertes.

Recordé a mi pesar que los hombres eran animales en celo que utilizaban a las mujeres a su antojo y que Ignacio no era la excepción de la regla. Yo solo era un medio para un fin; el Marquesado. Sin mí no había título ni tierras en las que cultivar su imperio azucarero.

Traté de incorporarme pero él me detuvo. Seguía temblando a pesar de que Doña Carlota y sus arañas habían desaparecido por completo. Unos fuertes relámpagos se escucharon a lo lejos.

—Disculpe... Creo que tuve una pesadilla y creí que en la habitación de mi hermano no había nadie—Murmuré avergonzada. Me separé de él y llegué al otro extremo del sofá.

—No te disculpes...—Esa llamarada de fuego aún cristalizaba sus ojos azules—. Cuénteme de que se trataba su sueño. ¿Qué era lo que la tenía tan asustada?

—Es mejor que no. Se asustará si le cuento. Entonces tendría que asesinarlo si descubre mi secreto. ¿Puedo quedarme a dormir?—Bostecé algo cansada. No deseaba estar a solas con él, pero el miedo de volver a ver a Madre me lanzaba a cometer aquella clase de estupideces.

—No sería adecuado que durmiera en mi habitación. No nos hemos casado todavía...—Su actitud de caballero salió a flote. Sin embargo, mis asustados ojos lograron convencerlo del todo—. Pero si así lo desea puede quedarse. De seguro le atemoriza tanto como a mí pasar esta tormenta a solas.

El señor Morales se levantó del asiento y fue en dirección a su cama. Apartó las blancas sábanas y me invitó a compartir su lecho. Me acosté en el suave colchón, estableciendo con algunas almohadas una línea divisoria entre nuestros cuerpos. Cumpliendo su palabra, se recostó a mi lado a una distancia significativa.

—Un día espero que me cuente lo que tanto la atemoriza, Victoria. Sé que no son las tormentas eléctricas lo que la hace gritar en las noches. He podido escucharla...—Con cansancio, me arropé con la sábana que me ofrecía y acomodé mi cabeza en la cómoda almohada.

Lo contemplé desde el otro extremo de la cama. Él continuaba observándome. En busca de una convincente respuesta.

—Nunca intente descubrir la verdad, Ignacio. Le costaría la vida...—Murmuré, cerrando lentamente los ojos.

Mis párpados cayeron como plomo y me dormí entregándome en un sueño tranquilo a los brazos de Morfeo.

Nota de la Autora:

¿Qué les pareció este capítulo? Disfruté mucho escribiéndolo. Si les gusta me dejan una estrellita y leo sus comentarios.

Gracias por continuar con la lectura.

Abrazos,

D💛

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora