Capítulo 8: La carta de Mariana

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La mañana siguiente me levanté bien temprano antes de que el sol despuntara en el horizonte y los residentes de la Mansión despertaran. Tomé un caballo en los establos, después de robar algunas sobras del banquete de compromiso de la noche anterior en la cocina. Los sabuesos me siguieron, como ya se hacía costumbre en mi cabalgata matutina.

Culebra, el negro que se encargaba de las perreras y los establos, los tenía bien alimentados. Todavía no entendía como Padre permitía que aquellas pequeñas bestias se mantuvieran vivas después del horror que habían traído a nuestras miserables vidas.

Había descubierto en mi corta estancia en la Mansión que el Marqués de Urria frecuentaba los burdeles baratos del pueblo más que su propia casa. Nunca se le encontraba en su despacho, sino a altas horas de la noche cuando regresaba borracho y dormitaba en un incómodo sillón en la sala principal o en la propia cocina.

Ahora, cuando el tiempo había pasado, podía contemplarlo a los ojos sin apartar la mirada asustada. Su pelo era blanco y grasiento, con algunos piojos parasitando su cráneo. Sus ojos verdes, se mostraban en todo momento rojos y cansados producto a sus desmedidas borracheras, su cuerpo desgarbado y la piel arrugada, por el paso de los crueles años.

Ya no era el mismo hombre vigoroso y atractivo de antes, el majestuoso Marqués de Urria. Era en esos momentos, un ser miserable que había encontrado refugio en la bebida y en las mujeres de piel negra. Costumbres arcaicas, por las que había hecho a Doña Carlota una mujer completamente infeliz.

Recorrí a caballo las tierras de la Marquesita y bordeé el río, trotando a paso firme. La tumba de Francisco estaba en una pradera cercana, en el lugar donde siempre pintaba sus cuadros. Le había dedicado una sencilla lápida pagada con mis últimos ahorros. Un pequeño gesto a modo de inmensas disculpas.

Los sabuesos se perdieron en el bosque mientras yo cabalgaba de regreso. Los últimos días había intentado buscar alguna pista que arrojara luz sobre mis desconocidos orígenes. Tanto en las pertencias de mi abuela Anastasia, como en los papeles de mi fallecida madre de crianza.

Deseaba saber si existía alguna posibilidad de que mi padre me hubiese mentido como venganza por la muerte de su hijo. Quizás, mi madre biológica continuaba viva y podía encontrarla. Ayudaría a escapar a Mariana del Convento si su prometido no honraba el pacto de compromiso que había forjado con su estricto padre, para estar las tres juntas.

Podíamos ser libres, embarcar en un navío e irnos lejos. A cualquier lugar en el mundo. Tan solo necesitaba saber que era lo que había pasado con ella, mi verdadera madre.

La descendiente de negros y de colonizadores blancos que se había prostituido para poder sobrevivir en las calles. La mujer que me había parido de su vientre, para abandonarme en las manos de un hombre que no valía ni una simple moneda de oro.

Cuando llegué a la Mansión era casi mediodía. Culebra me ayudó con la montura de caballo y yo sola descendí hacia el suelo. Alisé las faldas de mi viejo vestido y coloqué detrás de mis orejas los mechones rebeldes de cabello, sueltos de mi trenza. Estaba sudada y un poco agitada por la carrera. La trayectoria había sido demasiado fatigante por el calor y el sol del día.

Los sabuesos aparecieron por la entrada principal y Culebra los condujo directo a las perreras. Estaban sedientos e igual de cansados que yo. La cacería que habían emprendido en los bosques, era un torneo de competidores entre quien cazaba con mayor rapidez y se llevaba el mejor bocado.

Deseaba pronto poder internarme en el monte y perseguir a cualquier esclavo errante. Hacer de la persecución un divertido y emocionante juego.

Cuando caminaba de regreso a la casona, llegando a los escalones del inmenso portal restaurado un silbido me hizo voltearme. Era el señor Pascualino, el cartero quien repartía la correspondencia en el pueblo.

Victoria (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora