Alboroto mental

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Me gusta escribir, aunque muchas veces no diga nada. A veces simplemente me dedico a rellenar hojas y hojas de frases huecas únicamente por la belleza de dos palabras juntas. En otras ocasiones escribo para contar una escena, un pensamiento, un momento clave entre dos personajes. Basta con un párrafo, una línea y, en una exageración de lo breve, a veces ni siquiera eso. Escribo sin pensar en quién me va a leer, dudando de la propia existencia del lector como algo más que un ente mitológico. Es como gritarle y escuchar tu propio eco de respuesta. Hay momentos en los que únicamente eso te anima a continuar, en otros solo sirve para preguntarte por qué lo estás haciendo.

En arrebatos de cobardía, hay ocasiones en las que solo quiero tirar la toalla, enfadada en parte del éxito fácil que han tenido historias peores y otros escritores de mi misma calaña, pero no tardo en olvidarlo. No está el rendirse dentro de mi programación, al contrario: está el crear todos esos cuentos e historias que aguardan a ser leídos. Es decepcionante no lograrlo, pero el luchar por conseguirlo me está demostrando cómo poco a poco hay algo más que eco e imaginaciones. Y también, para qué negarlo, está el reto de luchar contra el silencio y lograr que alguien escuche tus gritos.

No rendirse es lo único que le queda a los que no les ha sonreído la diosa de la fortuna y fama, ese ente caprichoso que bendice al azar, bien sea a auténticos talentos como a gente que ha probado suerte y le ha tocado la papeleta ganadora. Sucede con muchas historias que no tienen sentido o con esas copias del drama de los Capuletos en el que se benefician de la popularidad de algo ya existente. Pero la otra cara de esa moneda brillante de lectores y fans es la maldición de continuar escribiendo sin saber qué decir, qué contar o con qué volver a emocionar de la misma manera que lo hizo antes la suerte.

La maldición comienza con la dulce melodía de un arpa, engañosa y confusa, como ese personaje de género aleatorio, que está perdido en una casa que no es la suya. O acaba de comenzar el instinto o está aguardando a que suba la marea o camina por cualquier principio. Puede ser un cartero, ¿por qué no?, que entre sus cartas oculta una estaca para acabar con el vampiro que se esconde en la casa de la colina tenebrosa que está en medio del bosque cercano al pueblo de su infancia. Era en esa época cuando él creía en cuentos de hadas y caperucitas que hacían de señuelo para lobos asesinos y lobos no tan lobos, como los que visitaba su abuela en el zoo, el mismo que fundó ese hombre con nombre de santo y mano de demonio para conceder favores. El único favor que logré conseguir de él fue que me pintase de blanco mi casita veraniega, esa que está en lo alto de una colina que mis vecinos del pueblo llaman inquietante. Sucedió en una noche crepuscular, momentos antes que el vampiro que dormitaba en el sótano me desgarrara el pescuezo, poniendo fin a un miedo abismal que desde siempre había anidado en mi corazón de cartero.

La carta que se quedó por enviar estaba dirigida a https://labrujadelteatro.wordpress.com, advirtiéndole que ya era suficiente de recrearse en el alboroto mental que se intenta parodiar.

Escritos sin sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora