Pisadas en la oscuridad

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En la cueva, la oscuridad era absoluta.

Lo cual, a decir verdad, no era del todo cierto: la cueva en sí estaba sumida en un negro turbio, sin matices ni gradientes, que no dejaba entrever ni una sola pista de su estructura. No obstante, generalmente estaba algo iluminada por las velas que la penitente encendía según caminaba tierra adentro. No seguía ningún orden en concreto, aunque intentaba mantener cierta constancia: cada diez pasos más o menos, encendía una nueva. La luz de las velas siempre era débil y apenas abarcaba un par de metros, pero era lo suficientemente alentadora como para seguir adelante. Aunque claro, al final las llamas siempre quedaban atrás, como un sendero de chispas doradas en medio de la oscuridad.

La cueva no solo andaba sobrada de tinieblas, también de silencio. A veces la penitente sentía que caminaba por las entrañas de un agujero negro. No sentía ni sus propios pasos, y mucho menos los latidos de su corazón o la chispa de las velas al encenderse. Aquel apabullante silencio, presente casi físicamente, había empezado a colarse dentro de su cabeza, silenciando sus pensamientos hasta convertirlos en un murmullo.

Ahora pensaba en voz baja, casi temerosa de despertar a aquello que se escondiese en la oscuridad.

Quizás por ello la primera vez que escuchó el sonido de unas pisadas pensó que estaba soñando. Pero el ruido persistió, a ratos lejos, a ratos casi detrás suyo. Eran pisadas irregulares que a veces se arrastraban y a veces caminaban dando saltitos. Pisadas múltiples que avanzaban junto a ella.

La penitente se detuvo. Podía escucharlas con absoluta claridad, un desafío al silencio de la cueva.

Sin embargo, cuando encendió el fuego de la última vela, de nuevo comprobó que no había nadie más.

Escritos sin sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora