Jamón y chocolate

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Mozart siempre había soñado con ser cantante. Un sueño normal, puede que incluso demasiado común, que compartía con los miles de desconocidos que se interponían entre él y su camino hasta la fama. En secreto, él mismo se autoconvencía que su caso era diferente: él no solo quería cantar, tenía que hacerlo. Ese era su destino, el motivo por que el que vivía. Existía por y para la música.

Lamentablemente, los demás no parecían percatarse de ello. O, en el peor de los casos, ignoraban las inequívocas señales que le convertían, a él, solo a él, en la nueva estrella del siglo.

Tenía veinte años y por primera vez iba a cantar en un concierto. Para cualquier otro esa habría sido una fecha inolvidable, de esas que se marcan en el calendario con fosforescentes y luego se anotan y se vuelven a anotar en el diario. Pero no para él, por supuesto: ese momento tendría que haber llegado mucho antes. Desde su punto de vista: había malgastado veinte años de su vida ofreciendo jamón y chocolate a diferentes managers, directores y entidades varias. Todo para un concierto insignificante donde ni siquiera era la estrella.

Mozart estaba cada vez más seguro de la existencia de dos destinos diferentes: el de su vida y el del resto del mundo. Y este último parecía haber tomado las riendas de la situación. Por ahora.

Estaba claro que aquella actuación le conduciría a la fama. Aunque fuera en un bar que se caía a trozos, los instrumentos iban a ratos y la policía ya hubiera detenido a un tercio de los que iban a actuar. Aun así, su optimismo no decaía: la trayectoria de muchas de las grandes estrellas (Como él llegaría a ser) había empezado desde lo más bajo para luego catapultarse hacia los cielos.

Y ese inicio no podía ser más mediocre: el escenario estaba formado por algo que recordaba sospechosamente a un montón de cajas de cartón apiladas, de los altavoces se escuchaba algo que recordaba más a un gato recién atropellado que a auténtica música y el público constaba por cuatro borrachos, la novia de otro cantante y un gato tuerto.

Sí, aquella iba a ser una noche inolvidable.

Su momento llegó casi de casualidad, aunque igual de accidentado que el resto del concierto. Tras una respiración honda, pausada, pero cargada de determinación, Mozart se dispuso a cantar y desafiar así a todos aquellos que se habían interpuesto entre él y su destino, torpedeando sus sueños.

Y entonces, comenzó a llover.

Afortunadamente, el local contaba con techo. También con ostentosos agujeros, algunos con el tamaño exacto de un hombre promedio con los brazos estirados.

Mozart intentó seguir cantando, incapaz de rendirse y de aceptar que esa lluvia, era una lluvia de bombones de jamón.

Incluso los dioses se reían de él.


Relato para AshleyTheMaskedBunny, ganadora del sorteo de año nuevo. ¡Espero que te guste!



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