Una tentación vestida de blanco

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El vino de ágape reposaba en la copa sumido en ondas concéntricas. Los pasos del intruso, una presencia cada vez menos lejana, se convertían en un terremoto en miniatura vertido sobre el líquido. En las suaves ondas que recorrían su superficie se podía leer el camino que había seguido el ladrón por la mansión. Un lector experto en vinos, incluso, podrá adivinar qué habitaciones había pisado, cuantas veces había recorrido el pasillo y cómo de pesado era el saco que cargaba.

Las ondas empezaron a sucederse una detrás de otra, casi sin pausa ni separación. Al otro lado de la estancia, en el pasillo de puertas interminables de la mansión de las riquezas inconmensurables, el ladrón continuaba su recorrido de saqueador. Sus pasos se arrastraban por el peso del latrocinio, cada vez más pesados, cada vez más satisfechos. Insaciables. Aun así, y a pesar de lo ya obtenido, su codicia debía de ser tan inmensa como la casa, pues se detuvo una vez más ante una puerta. La tentación se convirtió en duda en sus pisadas, en temblor inconstante dentro de la copa.

Ahora estaba delante de la puerta blanca, de la guardiana de madera que separaba la estancia del vino de ágape del resto del mundo.

Una mano se posó en el picaporte, indecisa, ansiosa por descubrir lo que había al otro lado.

Escritos sin sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora