Capítulo 26

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El retumbar de la tierra alertaba de la abundante y organizada hueste de uruk-hais que se desplazaban al trote en dirección oeste.

Dos rehenes llevados en contra de su voluntad hacia un futuro incierto.

Cuatro ágiles y escurridizas figuras seguían su estela con sed de venganza.

Hacía apenas unas horas que con sus manos habían cargado el cuerpo inerte de Boromir, arrancado las flechas que mancillaban su cuerpo y limpiado la sangre seca de su pálida piel. Hacía apenas unas horas que lo habían acomodado en una de sus barcas y le habían dedicado oraciones en honor a su sacrificio y su alma. Hacía apenas un par de horas que con sus propios ojos atestiguaron como el difunto cuerpo de su amigo era engullido por una cascada y arrastrado por el río.

Aquello ya no era una simple persecución, aquello era una caza.

No pasó mucho tiempo hasta que los cazadores dejaron atrás el bosque. Pronto el terreno se tornó árido, pobre de vegetación, y los altos troncos vestidos de verdes hojas desaparecieron en la distancia. El ardiente sol coronaba el firmamento y observaba con intensidad la serpenteante carrera que, poco a poco, comenzaba a acercarlos a su enemigo.

Pero no lo suficiente.

Su primer día fue largo, en exceso incluso, y hubo momentos en los que ni montaraz ni mercenaria fueron capaces de retomar el rastro. La tierra era casi roca, lo que dificultaba el rastreo de huellas, y la ligera arenilla volaba a la mínima brisa. Aun así, ninguno se rindió y con esfuerzo acabaron hallando los desvanecidos rastros.

El ambiente estaba alicaído, deprimido. Sobre ellos pesaba todavía la presencia de la muerte y ciertas heridas se resentían por aquel sobreesfuerzo. Sin embargo, ninguno se atrevió a quejarse. Ninguno osó exteriorizar su dolor.

De esta forma, y en una carrera sin descanso, la mañana se tornó tarde y la tarde se tornó noche.

Cuando la luz desapareció y la luna comenzó su tímido ascenso en la oscuridad del firmamento, los cuatro cazadores se vieron en la obligación de detenerse. Sus piernas ardían, sus pulmones se agitaban exhaustos y sus fuerzas habían mermado hasta casi desaparecer.

Aquella primera noche acamparon amparados por un grupo rocoso que los ocultaba de posibles caminantes. O peor, de alguien que siguiese su rastro.

No hubo fuego aquel día. Llevados por el cansancio y la paranoia, los cuatro se alimentaron de lembas y procedieron a descansar para recuperar energías. Tampoco se seleccionaron turnos de guardia, puesto que los cuatro eran conscientes de que necesitarían de todas sus fuerzas al día siguiente.

Pronto todos se fueron a dormir. O casi todos.

Legolas se extendía sobre la roca, con los brazos bajo la cabeza y los ojos fijos en las estrellas.

Su mirada danzaba libre entre los astros, con la mente abstracta. Era al final, en aquellos momentos de quietud, donde uno no podía evitar que los pensamientos fluyesen sin control. Pero él era un elfo. Tenía la capacidad de racionalizar el dolor y alejarse de él sin causar un mínimo estrago en un intachable cordura.

Aunque, últimamente, no era el dolor lo que solía tambalear su cordura.

Un siseo de dolor llegó nítido a sus oídos.

Todos sus sentidos saltaron en alerta ante el ajeno sonido al silencio, o a los profundos ronquidos de Gimli. Pronto sus extremidades actuaron en consecuencia y se vio en pie, con una de sus confiables dagas empuñada.

Otro quejido reverberó nítido hasta sus oídos.

Venía de detrás de las rocas que los amparaban.

Blyana {El Señor De Los Anillos ~ Legolas} // #PGP2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora