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Los días de lluvia solían ser símbolo de tristeza, de melancolía. Antes, aprovechaba estos días para poner música y regodearme en la pena que me rodeaba. Ahora, ahora todo era completamente distinto.

El cielo estaba gris, de vez en cuando se podía ver a lo lejos algún que otro relámpago que hacía aquello más espectacular. Las calles estaban llenas de coches; los días de tormenta, la gente aprovechaba para generar más tráfico e intentar no pisar la calle a pesar de quitarse con ello la maravillosa sensación que era sentir el agua recorrer todo tu cuerpo.

Septiembre había llegado y con ello las buenas noticias. Había conseguido la alta voluntaria con la aprobación de Mónica después de comprobar que todo estaba bien, María y Laura habían regresado de su luna de miel en Nueva York, me había reincorporado al trabajo y Amelia volvía a ejercer como profesora, pero ahora en un lugar mucho más especial para las dos.

- ¿Estás lista? – me preguntó la morena enseguida, saliendo del cuarto de baño, con sus rizos mojados, pero ya vestida para su primer día de clase

- Sí, no sabes la sensación de volver a guardar el fonendo y la bata en mi mochila. Lo echaba mucho de menos

- Normal, cariño – se acercó enseguida a mí y entrelazó sus brazos alrededor de mi cintura, dejando que yo hiciera lo mismo con su cuello para poder acercarme y unir nuestros labios – Los niños tienen que haberte echado mucho de menos

- Pues ahora además van a tener una profesora súper guapa y lista que los va a acompañar todas las mañanas. Solo espero que no le dé por liarse con ninguna enfermera

- Va a ser difícil, esa profesora me da que está loquita por cierta doctora

- ¿Ah, sí? – ella asintió, permitiendo que nuestras narices se rozaran en el gesto

- Sí y no se imagina con nadie que no sea ella

Sus besos eran la mejor sensación que había experimentado nunca. Cada persona besa de una manera, pero estaba en lo cierto cuando creía que sus labios con los míos encajaban a la perfección.

Y sí, Amelia había conseguido trabajo en mi hospital como profesora del área de letras para los niños que estaban hospitalizados. Era un trabajo duro, ella lo sabía mejor que nadie después de lo que había vivido a mi lado, pero, precisamente por eso, se había presentado como voluntaria para hacerse con uno de aquellos puestos. Había dejado a un lado aquel miedo hacia los hospitales, infundado por su padre, y había decidido dejar toda su valía como profesora, junto con todo su cariño, para aquellos adolescentes que también merecían seguir formándose y disfrutando de los métodos de enseñanza de la morena.

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Amelia y yo cogimos el metro a las siete de la mañana, muy pronto para mí, más tarde de lo normal para ella. Llegamos al hospital, directas a la cafetería donde Marina y Lourdes nos estaban ya esperando para tomar el primer café del día y comenzar a ser personas porque, a pesar de que yo ya sabía lo que era trabajar allí, tenía los nervios a flor de pie tras dos años sin ejercer, sumándole el primer día de la morena que, aunque sabía bien disimular, estaba casi peor que yo.

- ¿Queréis algo con el café? – preguntó Marina desde la barra hacia la mesa que habíamos escogido las cuatro

- Algo dulce, por favor – le rogué casi

- Como te vean tus pacientes, no vas a poder decir nada sobre alimentación sana- comentó Lourdes riéndose

- ¿Te parece poca alimentación sana a la que me ha sometido María durante tanto tiempo? – Amelia negó con una sonrisa y se levantó a ayudar a nuestra amiga

Un susurro en la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora