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¿Alguna vez os habéis preguntado cuál es la sensación de estar aislada en un espacio cerrado? ¿sin saber cuándo vas a poder salir de allí? Pues esa fue la sensación que tuve yo al entrar en aquella habitación de aislamiento, sabiendo que las visitas estarían muy limitadas y que María seguramente sería la única persona a la que le vería la cara noche y día porque estaba segura de que terminaría siendo ella la que se ofreciese como voluntaria para estar conmigo hasta que pasara todo.

Y no es que no quisiera que fuera ella, todo lo contrario. María siempre había estado a mi lado, fue la primera que me apoyó cuando decidí que quería ir a Madrid a estudiar, que compartió conmigo tanto mis lágrimas como mis sonrisas, que me agarró fuerte la mano cuando Mónica me dio el diagnóstico y quién me animó a luchar y a comprender que aquello no era una batalla, que no se ganaba por ser más valiente, ni se perdía por no haberlo superado, si no que era algo que íbamos a ir pasando día a día, que íbamos a disfrutar más de la vida y que íbamos a intentar superar porque ella no se veía en un mundo sin mí, ni yo me veía con las fuerzas de tener que despedirme de la que siempre había sido mi compañera, mi mejor amiga, mi prima y mi hermana.

María y Laura se conocieron cuando iban al instituto. Laura se cambió de centro porque solo en el nuestro impartían el bachillerato que ella quería cursar y nunca contaron cómo fue, pero la cosa es que siempre estaba juntas. Laura se pasaba más tiempo en mi casa que en la suya, se encerraban en la habitación que mi hermana y yo compartíamos hasta que un día las pillé besándose. María no quiso hablarme en una semana, hasta que conseguí pillarla un día sola a la salida del instituto y le hice tal interrogatorio que terminó confesándomelo todo. Laura y ella cortaron durante un mes, un mes en el que tuve que aguantar las lágrimas de mi hermana a cada hora, hasta que se dio cuenta de que no podía estar sin ella, se lo contó a nuestros padres y fue corriendo a buscarla. La besó delante de la gente, sin importarle lo que pensaran en un pueblo pequeño como aquel y desde aquel momento empecé a fijarme aún más en ella.

Porque a mi hermana siempre le había dado igual lo que pensaran los demás y yo, yo siempre era la perfecta, la que se suponía que tenía que sacar la mejor nota de clase, la que tenía que estar con el chico más guapo, la que no podía beber, escaparse de casa, irse de fiesta, pero estaba harta y ahí reaccioné. Laura y María se convirtieron en una pareja seria, con sus altibajos, como todo el mundo, pero siempre fueron el ejemplo de relación sana que yo quise tener, aunque no lo viese en aquel instante, consiguiendo que mi hermana se enfadara mucho cuando comencé a salir con Sebastián. Ella sabía que no le quería, que lo hacía por presión.

Cuando se fueron a Madrid a estudiar y vivir juntas, me abrieron el mundo. Yo tenía dieciséis años y terminé en una discoteca en la que supuestamente no podía entrar, liándome con una de sus compañeras de clase y terminando en el baño de aquel lugar perdiendo la virginidad y descubriendo realmente quién era. Al llegar al pueblo, dejé a Sebastián, les dije a mis padres que era lesbiana y que quería irme a estudiar a Madrid con María en cuanto tuviera la oportunidad.

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Cuando el efecto de toda la medicación dejó de actuar, comencé a abrir los ojos sintiendo mi cuerpo muy pesado y cómo alguien permanecía a mi lado, con la cabeza apoyada en el colchón y su respiración bastante tranquila.

Había soñado con mi vida, con todos aquello momentos al lado de mi hermana, con mi familia, con el pueblo, con mis noches locas como universitaria, con mis encuentros en la zona de la ropa sucia del hospital y con ella, la persona que de verdad me había hecho sentir lo que era el amor, lo que era encontrar a la persona con la que construir aquella relación sana que siempre le había visto a mi hermana y mi cuñada.

Un susurro en la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora