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Es de noche y el mundo está quieto. Hay que entrar de puntillas al Diriá,
pueblo de brujos, pueblo que crece sobre el cerro que en lo alto se quiebra y baja
hacia la inmensa laguna de Apoyo. Las luces están apagadas. El pueblo duerme
apoyado en el reflejo del agua. Han callado los ruidos de feria del domingo. Los
cirqueros han doblado sus carpas. Las marimbas se han marchado. Las puertas
están cerradas y en el parque acampan los gitanos que vienen de la América del
Sur, que vinieron antes de Europa, de Egipto y de la India y mucho antes del
paraíso terrenal donde una gitana anterior a Eva encantó a Adán y parió una raza
de hombres sin pecado original. Se hace el silencio en los carromatos. Los niños
sueñan y las mujeres cansadas terminan de apagar el fuego, mientras los hombres
fuman encendiendo los cigarros con los tizones aún rojos. Cerca de uno de los
carromatos, una mujer y un hombre discuten como si contaran secretos. Dicen
odiarse. Se irá, dice la mujer, no quiere verle más, no quiere oírle, se irá con los
suyos, con los que no son gitanos, no quiere más la familia, los detesta a todos. El
gitano fuma despacio y no le contesta. La mujer se levanta, entra al carromato,
mira a la niña dormida dentro y sale sin que el gitano, de espaldas, se vuelva. La
niña no está dormida, ha escuchado la discusión acobardada, con miedo. Ve la
silueta de la madre desaparecer y se inclina, se pone los zapatos y decide seguirla.
Sale al viento oscuro que sopla desde la laguna.
Las casas del pueblo tienen paredes anchas. La calle principal sube hacia la
iglesia, una calle de piedras y lodo. Nada de asfalto en este lugar perdido. Frente a
la iglesia, hay un círculo de madera, un estadio rudimentario donde los domingos
hay peleas de gallos y corridas de toro sin muertes, ni sangre; corridas de toro
donde se monta al toro solamente y gana el que se queda montado más tiempo
mientras el animal corcovea. Empieza a clarear y cantan las gallinas en los patios.
En el campamento de los gitanos duermen todos menos el hombre que piensa dón-
de estarán la mujer y la hija. No se mueve. Lo piensa y le enfurece estarse
preocupando por los arranques de ella. No la irá a buscar. Aparecerá. No duda de
que regresarán las dos, hasta que amanece y los hombres salen de los carromatos,
las otras mujeres se levantan y él sabe que llegó la hora de partir. Los gitanos no
esperan. No pueden esperar. Tienen que seguir camino. El, remolón, atrasa la par-
tida. Los tíos ancianos vienen y le preguntan por la mujer y la hija, pero él no sabe
y dice que no importa; ella decidió irse con los suyos, buscarlos. Se llevó a la niña.
¿Qué hacemos?, le preguntan y él contesta: ¿y qué vamos a hacer? En el camino las
buscaremos. Hay que partir. Yo no atraso.
En los vericuetos del amor se pierde la niña; para siempre él creerá que se fue
con ella; ella pensará que está con él.
El pueblo recién despierto ve pasar a los gitanos con sus carromatos. Ya
ninguno es tan viejo para recordar los relatos de perdidos abuelos que hablaban
del paso de los «húngaros» por Nicaragua. Piensan que son cosas nuevas que trajo
la revolución, cosas raras que trajo la revolución, como el circo ruso y los cantantes
5 búlgaros y los rubios que no son gringos. Los hombres y las mujeres del pueblo


ven pasar a los hombres y mujeres gitanos. Temen las leyendas y la ausencia de


raíces. «Son como el judío errante» dice Patrocinio y se persigna; «pongámosle can-


delas a la Virgen», dice, «vamos a la iglesia». Y salen las mujeres del pueblo a rezar


en el sereno de la mañana. Caminan despacio sobre el polvo que dejan las carretas


que pasan por la calle principal. Van en fila caminando por la acera, volteando la


cabeza para mirar los carromatos que se alejan, ven al hombre que va en el último


carromato, volteando también la cabeza, mirando, buscando con la mirada,


permitiéndose por fin la expresión de angustia, el dolor por la hija, y allá, apenas


esbozada, la tristeza por la mujer que ama odiando.


Xintal, la bruja vieja que habita en el Mombacho, siente un aire de presagios


en el ambiente y pone rajas de canela en la puerta de su casa.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora