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Rene está de bruces en la pila del baño,
echándose agua fresca para borrar las
pesadillas y la modorra de la noche anterior,
cuando escucha el sonido de los caballos, los
gri tos de Petrona mezclados con la voz de
José, el mandador del Encanto.
Se anuda una toalla a la cintura y va a
salir del cuarto a averiguar qué pasa, cuando
Sofía abre la puerta de golpe y entra
encendida y desafiante como si alguien la
hubiera insultado.
—Me haces el favor de ordenarle a
Fernando que me ensille el caballo, ¿o es que
no voy a poder ni ir a ver sola el cadáver de
mi papá?
Rene la mira con absoluto desconcierto,
tomado de sorpresa por la muerte y el reclamo
de ella. Con las pier nas peludas grotescas y
los pies descalzos, va al corredor bajo la
mirada lagrimosa de Petrona y ordena a
Fernando que ensille el caballo.
Sofía mientras tanto se cambia de ropa.
Se pone panta lones y camisa negra, se
amarra el pelo en la nuca y se cru za, al salir,
con Rene que viene de regreso a la habita
ción.
—Cálmate —le dice él— Ándate a la casa
y yo me voy a hacer cargo de la caja y todo
eso. Allá nos vemos.
Ella no le contesta. Lo mira desde otra
parte y apura el paso hasta el portón donde
Fernando termina de ensillar el caballo.
No llora Sofía en el camino hacia la
casa-hacienda. La mañana es rala y húmeda,
tiembla la luz en el follaje de la vegetación
lavada por la lluvia de la noche anterior. Las
lluvias de septiembre. Aprieta las espuelas en
las ancas del caballo. Viaja en el aire sintiendo
que otra vez la muerte no la esperó. Tampoco
vio morir a don Ramón, el viejo se fue sin
despedirse, igual que su madre, igual que
Eula lia. El abandono rodeaba su vida sin que
ella pareciera po der hacer nada por evitarlo.
Seguro Eulalia convocó al viejo desde su
asiento en la espiral del tiempo, para que ella
quedara libre de las ataduras de la obligación,
del de ber, del agradecimiento.
Los resiente a los dos, a Eulalia y a
Ramón, repitiendo sin querer la desaparición
de sus padres, los dos muriéndose como si no
tuvieran familia, solos durante la noche,
quizás hasta sin darse cuenta de la transición.
Los dos que dándose instalados en el sueño, ya
sin poder salir de su textura de neblina
amarillenta, del sepia de los daguerroti pos
antiguos, del tiempo inmóvil.
Antes de media hora, desciende frente a
la entrada de la casa-hacienda de paredes
celestes y techo rojo. Las mu jeres del
mandador y de los trabajadores de la finca es
tán ya moviéndose para organizar los ritos
mortuorios. Figuras negras agitándose en un
hormigueo de actividad la interrumpen en su
camino hacia la habitación de don Ramón
musitándole cuánto lo sienten, mostrándo le
sus lágrimas de dolor. Ella no se detiene ni
siquiera ante Engracia que, hecha cargo de la
situación, está al lado de la cama disponiendo
el ajuar del muerto que yace sobre el lecho
enfundado tranquilamente en su pijama azul.
Engracia intenta abrazarla, pedirle su
opinión sobre el traje y la camisa blanca que
ha previsto como mortaja, pero Sofía ya está
frente a la muerte y esos detalles le sue nan
demasiado a preocupaciones de vivos.
Don Ramón tiene las manos dobladas
sobre el pecho y las mujeres le han anudado
un pañuelo en la quijada. Sofía recuerda la
risa del viejo cuando ella alguna vez le
preguntó si la muerte daba dolor de muelas.
La cara del anciano luce amarilla y
terrible. La piel pa rece pegada a los huesos y
la boca muestra un rictus de dolor. Ella siente
ganas de llorar. El hombre había sufrido.
Seguramente le sobrevendría en la noche el
ataque al co razón. Y había estado solo, igual
que Eulalia.
Sofía se sienta en la cama y pasa la
mano por la cabeza del viejo.
Ella conocía su rebelión contra la
muerte. Él le hablaba de cómo intentaba
burlarla, espantarla haciéndole mue cas. Su
boca mostraba la última mueca, una mueca
que sabría fútil pero que el viejo habría hecho
en señal de re beldía, terco en oponerse al fin
de la vida hasta el último aliento, porque don
Ramón nunca estuvo de acuerdo con que la
vida durara tan poco. «La Naturaleza, tan
sabia para otras cosas, no ha sido sabia con
las personas» —decía. Los árboles,
argumentaba él, vivían hasta cuatrocientos
años. Mientras más viejos eran, más fuertes y
monumen tales se alzaban en medio de la
vegetación. Sus troncos en señaban el paso de
los inviernos y la solidez de las raíces.
En cambio, los seres humanos, tenían
que pasar un largo aprendizaje para llegar a la
madurez y a la sabiduría, pero no bien la
alcanzaban empezaban a declinar hacia la
decrepitud y la muerte. No era justo.
Sobre el hombro de Sofía, Engracia
insiste en que hay que vestir al difunto. Su
voz la saca de la agridulce intimi dad que
sostiene con el cadáver.
—Yo no lo toco —dice— Hágalo usted
con las otras mu jeres que tienen experiencia
en estas cosas.
—Pero, hijita, es tu papá...
—Era mi papá. Ahora está muerto y ya
no se entera de nada.
Dejando a Engracia conmovida y
pensando que últi mamente la muchacha se
comporta más como hija del diablo que como
hija de Dios, Sofía sale al patio y no se le
ocurre nada mejor que montar en el caballo y
frente al duelo y la agitación de los que
atienden los menesteres de la muerte, salir al
galope, dejando tras de sí una estela de polvo,
la rabia de Fernando y manos que hacen las
cruces.
Sofía se interna por veredas, vadeando
siembros de plátanos y depresiones donde se
inician los cafetales que suben por las faldas
del Mombacho. El cerro se va hacien do más
palpable a medida que van quedando atrás los
ca seríos, las iglesias de ladrillos rojos, la
gente mirándola sin saber qué pensar. Para
entrar al camino que se abre paso hacia lo alto
del volcán, Sofía tiene que salir a la carretera.
No bien sale, se topa con el carro de
Fausto, quien si multáneamente frena y suena
el claxon ruidosamente, obligándola a
detenerse.
Terencia, que vive en la parte de atrás
de la iglesia a medio construir situada en la
esquina entre la carretera y el camino al
cerro, contará después cómo Fausto bajó del
automóvil y estuvo hablando largo rato con
Sofía sin que ella bajara del caballo, hasta que
el hombre volvió a poner en marcha el carro y
la gitana se fue detrás de él, mansa.
El entierro es una mancha oscura
regándose sobre el asfalto de la carretera en el
calor de las cuatro de la tarde. La carroza
fúnebre, en un tiempo orgullo de la funeraria
«La Católica», muestra su color celeste
desteñido de ca rrocería reparada una y otra
vez. El chofer bosteza y se seca el sudor. Sofía
se dedica a observarlo para ver si puede
imitar la compostura con que su trabajo lo
obliga, en las muchas caminatas postreras a
las que cotidiana mente debe servir de
maestro de ceremonias. A su lado, Rene
marcha con el cuerpo flojo, esperando sin
duda que llegue la noche para imprecarla por
haber salido otra vez a caballo. Casi la baja del
animal agarrándola del pelo cuando apareció
con Fausto frente a la casa-hacienda. No lo
hizo por consideración al cadáver del viejo,
extendido rígido sobre el ataúd negro de
metal. Jodida la Sofía. Total que a él le tocaba
respetar al muerto más que a ella y eso que
don Ramón era su padre adoptivo, que tanto
esfuer zo había puesto en la crianza de la mal
nacida esa... y él que creyó que se había
compuesto. Sofía mira a Rene de reojo y
piensa que poco falta ya para no tener que
verlo más, para irse de allí y no volver. No
logra que la muerte la conmueva. A tan poca
distancia de su conversación con Eulalia, la
partida de don Ramón parece sólo un tránsito
necesario, un apartarse para dejar que la vida
de ella fluya fuera del círculo de tiempo del
que, según Eulalia, debe salir. Así lo
interpreta ella: una señal para romper el
tiempo igual de su vida con Rene, antes de
que se vuelva circular y se estanque como
agua de charca sucia y maloliente.
Nadie más que Petrona y Fausto
caminan cerca de la «mal nacida», como la
llaman los que frecuentan la canti na de
Patrocinio. Doña Carmen y Engracia no tienen
pro blemas con las lágrimas, más bien ante el
silencio de los deudos principales, se sienten
en la obligación de balar como corderos, no
vaya a ser que el espíritu de don Ramón mal
interprete aquel silencio como desamor. Bajo
la batu ta sollozante de las dos mujeres, lloran
la Lola, la Nidia, la Verónica; llora Terencia y
caminan sobrios y adustos Ju lio, Fermín,
Florencio, Fernando, el alcalde y todos cuan
tos son vecinos del Encanto o conocieron en
vida al di funto.
El padre Pío, vestido de morado va a la
cabeza de la pro cesión fúnebre, guiando el
rebaño al que llamó en la misa de réquiem a
imitar la honradez y el sentido de justi cia de
don Ramón. Lleva en la mano el crucifijo y el
agua bendita que regará sobre la tierra donde
para el fin de los tiempos descansará su
ejemplar feligrés. Ni qué pensar que Sofía
seguirá el ejemplo de Ramón de dar a la
iglesia abundantes limosnas, a pesar de que
con una mínima par te de lo que había
heredado, podrían concluirse la escuela y la
sacristía que aún estaban sin techo. Esa
muchacha nunca sabría dónde andaba el
corazón, piensa el padre Pío. Él se rehúsa a
seguirle la corriente a las que, como Pa
trocinio —que ahora caminaba remolona con
el marido en el cortejo— aducen que la
muchacha es un engendro del diablo,
atribuirle todo a la brujería es un mal del
pueblo. Las confesiones de la Sofía eran
iguales que las de cual quiera a esa edad,
aunque era cierto que hacía más de un año
que no ponía pie en el confesionario. Tendría
que apartar un tiempo e ir a hacerle una
visita, se dice el sacer dote, mientras se
acercan al cementerio colorido ubicado en
una falda del terreno al lado de la carretera.
¿Por qué pintarán las cruces y las
tumbas de celeste, rosado y verde
aguamarina?, se pregunta Sofía.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora