—Mi mujer es machorra -llora Rene
borracho en la canti na de Crescencio.
El piso de tierra despide olor a tierra
mojada; de la en redadera de campánulas
azules que sirve de techo a las cuatro mesas
de madera que componen el «restaurante-
bar», se desprenden veloces gotas de agua.
Patrocinio, la esposa de Crescencio, riega
todas las tardes sin piedad de los clientes,
segura de que los efluvios del agua tienen un
efecto benéfico sobre el ardor que el alcohol
produce en la sangre.
Desde el mostrador, Patrocinio mira a
Rene con lásti ma. Observa cómo últimamente
el hombre ha perdido la compostura,
lamentándose abiertamente de su paterni dad
frustrada. Todos los viernes hace lo mismo:
llega a las cuatro y bebe sin detenerse hasta
las nueve o diez de la noche, alternando la
soledad con paréntesis en que de cide ser
sociable y beber con amigos borrachos de
otras mesas.
«Pobrecito», piensa Patrocinio
comunicándose por te lepatía con Crescencio,
quien la mira y asiente. A ella nunca le gustó
la tal Sofía. Era absurdo creer que un ser tan
extraño, venido de la profundidad de la
noche, podía ser igual que ellos. A pesar de lo
acostumbrados que estaban todos en el Diría a
convivir con hechizos y sortilegios, a ella,
desde niña, la «gitana» le produjo repelos.
«No es de este mundo», solía afirmar cuando
algún comentario se hacía sobre la muchacha.
Ella no se creía ese cuento de que los padres
la hubieran abandonado. ¡Qué va! ¡Quién va
andar abandonando así una criatura! Fácil le
había sa lido al diablo meterles una hija de
las tinieblas en el pueblo con aquel cuento de
que los gitanos la habían dejado botada. ¡Y el
pobre Rene haberse casado con ella! Patroci
nio recordaba muy bien las historias del día
de la boda. A Crescencio y a ella no los habían
invitado gracias a Dios, pero toda la gente
había compadecido al pobre Rene te niéndose
que casar con aquella mujer sucia. A quién se
le iba a pasar desapercibido el designio
satánico de que no se casara de blanco, sino
llena de tierra, con polvo hasta en las
pestañas. Y no es que Rene fuera la gran
maravilla, pero era un buen muchacho, ni
peor ni mejor que todos los demás. Y ¡claro
que no le iba a tener un hijo a él esa mujer!
Seguro que el diablo subiría cualquier noche
a pre ñarla. No debían ser casualidades todas
las desgracias que habían pasado en el país
durante tantos años y, para col mo, aquella
cosa arisca de la tierra que le agarraba por es
tar temblando o dejándose arrasar por
huracanes. ¡Segu ro que de Nicaragua iba a
salir el Anticristo! Por eso ella se alegraba de
que la mujer de Rene no pariera. Él era el
único que no se daba cuenta de que era una
bendición que su mujer fuera machorra, de
que mientras más tarde la pre ñara Satanás,
mejor para todos. Él sólo pensaba en que la
gente iba a creer que para nada ocupaba su
virilidad, aquel miembro grandote que se le
repintaba en los panta lones y que lo había
hecho famoso en la escuela donde le apodaban
«el turcudo», porque decían que podía lanzar
el chorro de orines más largo que cualquier
otro chavalo por el tamaño de manguera que
le salía entre las piernas. Con lo bien dotado
que era debería dejar de lamentarse y en
contrar cómo alumbrarle las entrañas a alguna
mujer. So braba quien lo deseara. Hasta se
rumoreaba que Gertru dis, la mejor amiga de
la Sofía esa, estaba secretamente enamorada
de Rene y por eso se había ido a trabajar a
Managua para no caer en la tentación.
Patrocinio se seca las manos en el
delantal, se baja del banco rústico de tres
patas del bar y ajustándose las chine las
plásticas entre los dedos de los pies, camina
hacia la mesa de Rene, acerca una silla y se
sienta.
-No te estés quejando, Renecito -le dice
—, no te luce.
Rene la mira desde el espacio
quebradizo y acuoso de su borrachera.
—Mi mujer es machorra, doña
Patrocinio —dice, arras trando la voz que
parece quedársele atascada entre los dientes.
—Y qué, pues, ¡qué perdés vos que sea
machorra! Vos no sos el culpable. Si tanto
querés tener un hijo, tenelo con otra mujer.
¡Sobra quien quiera tener hijos en este país!
Ya él lo ha pensado. Tiene incluso vistas
varias pers pectivas, pero en el fondo, teme
comprobar la acusación de Sofía de que es él
y no ella la razón de que no lleguen los hijos.
Además, él se había jurado no andar dejando
hijos regados por el mundo, tener los suyos,
propios, te ner una familia decente. Y qué
bonitos le hubieran salido los chavalos con
Sofía, piensa mientras se echa otro trago, pero
es la jodida la que tiene el vientre cerrado,
aunque mil doctores opinen lo contrario; ni
siquiera parpadear la ha visto cuando su
miembro enorme la penetra, es como hacer el
amor con una muerta.
—Es que yo no quiero andar dejando
hijos regados, doña Patrocinio, no quiero —y
golpea un puño sobre la mesa—. No quiero,
¡pero por Dios que no me va a quedar de otra!
—Una cosa es tenerlos y otra dejarlos
regados —dice doña Patrocinio— Vos los podes
tener y no desconocer los; les das tu nombre,
los crias... y, además, la Sofía, ¿qué te va a
poder decir? Vos estás en tu derecho. No es tu
cul pa que ella sea machorra.
—Tráigame otra media de ron y no me
esté dando con sejos que no soy ningún niño
—le dice Rene con los ojos como vidrio
cortado.
Patrocinio se levanta de la mesa. No se
ofende. Desde hace cuánto que ha querido
decirle a Rene lo que acaba de atreverse a
pronunciar. Ella sabe que la semilla de sus
palabras no se sofocará ni quedará estéril en
el alcohol de sus venas. La vio entrar directo a
su corazón. No es lo mismo que se lo digan los
hombres. Su palabra de mujer, en estas cosas,
vale mucho más que las de todos sus ami gos.
Y es que las otras mujeres, hasta algunas de
las que dominan las hierbas, son unas
timoratas. Tienen miedo de que la Sofía se dé
cuenta y las hechice, porque alguien inventó
que no hay contraconjuros contra los hechizos
poderosos de su raza. Hasta la Engracia, que
es tan beata y que se ha echado encima la
maternidad de la gitana des de la muerte de
Eulalia, le tiene miedo.
Pero ella ya se cansó de estar jugando el
juego del dia blo. Por miedo, resulta que todos
le están guardando las espaldas a la Sofía esa.
Total que la acaban protegiendo. ¿Y al pobre
Rene? ¿Quién protege al pobre Rene?
Crescencio regresa de traer leña y
Patrocinio se mete a su habitación en la parte
de atrás de la casa de tablas. Saca, de debajo
de la cama de lona, unas candelas que tiene
guardadas para cuando se va la luz. Son dos
candelas lar gas y blancas de cebo fino.
Arrima un banco de madera al calendario de
la pared con la imagen coloreada de la Vir gen
Santísima que les llevara de regalo de Navidad
el re partidor de La Prensa, y enciende las
candelas, por si acaso.