Sofía despierta casi a mediodía. No quiere levantarse de la cama porque teme que el contacto con la realidad le disuelva la placidez con que durmió toda la noche. Por primera vez soñó con su madre. Vio claramente sus facciones similares a las de ella y sintió que la arrullaba y jugaban juntas en un campo inmenso, lleno de margaritas salvajes, anémonas del bosque y violetas. Al despertar todavía puede evocar aquella imagen que, durante tantos años, permaneció para ella borrosa e inaccesible. Se solaza en la cama evocando a voluntad retazos de su infancia. Cierra los ojos y contempla una y otra vez a la mujer que a menudo ha vislumbrado viéndose ella en el espejo, sólo para perderla sin remedio. Suavemente, llora, atónita de sus propios recuerdos que hacen más punzante la eterna pregunta del por qué el abandono incomprensible. ¿Qué llevaría a su madre a dejarla en el Diriá la noche remota y de memorias confusas en la que se quedó sola y huérfana? ¿Qué podría haber hecho ella siendo tan niña para merecer aquel rechazo? ¿Sería porque ni su madre ni ella eran totalmente gitanas? ¿Sería el padre quien produjo la catástrofe que aún la perseguía? En repetidas ocasiones, Sofía le ha preguntado al Tarot y lo extraño es que en cada lectura, la carta de los amantes aparece en una u otra posición. Nunca ha podido entenderlo. ¿Qué tendrían que ver los amantes con su abandono? Pasa un buen rato apenas sin moverse, con miedo de que cualquier movimiento haga que pierda la imagen de la madre, pero tiene la vejiga llena y si no se levanta mojará la cama como criatura, así que empieza a ensayar sentarse sin abrir los ojos. Los abre un instante, los vuelve a cerrar y la visión sigue estando allí sin diluirse como se diluyen los sueños. Saca las piernas de las sábanas, busca a tientas las chinelas y pone los pies en el suelo. Luego empieza a caminar hacia el baño tanteando el rumbo como ciega, pero a medio camino se dice que es ridículo lo que está haciendo, de todas maneras no se puede pasar así toda la vida, abre los ojos y llega a su destino; se sienta en el inodoro, vuelve a cerrar los ojos y cuando su mente, sin esfuerzo, le devuelve la imagen sin titubear, sabe que ya no la perderá, que aunque no pueda descifrar la incógnita de su vida, finalmente ha recuperado el recuerdo de su madre. Petrona apenas puede creerlo cuando la ve aparecer en la cocina diciéndole que le sirva de comer porque se está «muriendo de hambre». Como en los viejos tiempos, Sofía se sienta en el taburete de tres patas junto a la mesa donde usualmente Petrona se acomoda para limpiar el arroz y hacer sus reflexiones, y se pone a platicar y a preguntar sobre el manejo de la casa cual si hubiera regresado de un viaje de varios meses. —Parece que ya está mejor, ¿verdad? —le interrumpe la doméstica y Sofía le dice que sí, se siente mucho mejor, durmió como una piedra, no ha sentido achaques, ni mareos, y por primera vez en meses, tiene hambre. —Tiene que ir al suave —le advierte Petrona— No se vaya a atracar de comida que le puede hacer daño después de estar comiendo como pajarito. Le voy a hacer una buena sopa de verduras para empezar. Ahora tiene que reponerse porque si no ese niño le va a salir todo flaco. —Flaca -corrige Sofía— Ya te dije que va a ser mujer. Fausto siente desde la puerta que algo ha cambiado en el ambiente interior de la casa. Como todos los días, a partir de las renuncias en masa de los trabajadores, le ha tocado levantarse muy de madrugada para disponer los oficios de los pocos que quedan y los que, pagando salarios de ministros, ha podido contratar en Managua. Ha tenido una buena mañana tras una noche de sueño profundo y reparador y está contento porque ha logrado reclutar cinco mozos más de los alrededores a quienes parece que ya se les ha pasado el miedo de los días del temblor. Entra a la casa y su nariz lo lleva directo al comedor de donde salen olores a comida sabrosa y caliente. Desde la postración de Sofía, Petrona no ha tenido ánimos de cocinar y a él le ha tocado comer platos sosos y desaboridos. Se sorprende al ver a Sofía sentada a la mesa, engullendo con cara de satisfacción un generoso platón de sopa. —¡Dichosos, señora, los ojos que la ven! -exclama. —Hola —responde Sofía, sonriendo como si nada extraordinario hubiera sucedido— . A buena hora venís para acompañarme. Fausto se sienta, comentando sin quitarle los ojos de encima lo repuesta que se ve; por fin tiene brillo en la mirada, le dice, ya él estaba pensando que tendría que llevársela a Managua al hospital. —Me compuse —responde ella por toda, explicación—. Ya me siento bien. »Dormí como bebé. Creo que nunca he dormido tan profundo. Fíjate que hasta soñé con la cara de mi madre y todavía la sigo viendo claramente. Lo importante es que se sienta mejor, opina Fausto, sin querer ahondar en el tema, temiendo que la buena cara de la Sofía se disuelva como pompa de jabón. Para cambiar de conversación, le habla de la finca. Ella le hace un largo interrogatorio y casi al terminar la sopa le menciona, mirándolo a los ojos sin parpadear, que ya es hora de que contraten un nuevo abogado. —Búscate a un hombre mayor —le dice—. A lo mejor podemos recuperar a don Prudencio. ¿Cuándo dejará de sorprenderle Sofía?, se pregunta Fausto, viéndola funcionar en los días siguientes en que ella vuelve a interesarse en la marcha de la hacienda, las pérdidas que sufrieron en el negocio de flores, la recuperación lenta de los rosales, los nuevos conectes que Fausto ha conseguido para las entregas diarias a las floristerías y la sacada del cacao para la exportación a Costa Rica. Ella parece haber recuperado energías por arte de magia, se le ve calma y sosegada como le corresponde estar a una mujer ya en avanzado estado de gravidez. La recuperación en su estado físico es evidente y de verse tan flaca como para que Fausto le dijera, bromeando, que parecía «la esposa de Pópele con lombrices» ha pasado a recuperar peso y él no tiene dudas de que en pocas semanas volverá a lucir hermosa y vital como en los primeros meses de su preñez. Ya no se lamenta de amores inventados, aunque las pocas veces que ha vuelto a mencionar a Jerónimo, Fausto no deja de sentir en su voz un tono de ironía y un solapado deseo de venganza que le preocupa porque le hace inducir que, contrario a lo que ella quiere dar a creer, el capítulo con el abogado aún no está concluido. Con el pueblo, pareciera estar en plan de enmiendas: ha asistido a diario a la misa de cinco del padre Pío y le ha mandado a Gertrudis una canasta de rosas con una nota felicitándola por su boda como si el episodio de la fiesta jamás hubiera existido. Fausto sospecha de doña Carmen, Xintal y Samuel. Ellos llegaron a visitarla, pero a él le pareció que más bien habían llegado a comprobar determinadas certezas. Al salir les oyó intercambiar frases extrañas que lo dejaron intrigado. «Ya tiene ombligo», había dicho Xintal. «Ahora hay que esperar que se le desentrabe el corazón» había respondido doña Carmen. La única pista que tiene son las confidencias de Sofía una noche en que le contó de la ternura que había sentido en el sueño donde vio a la madre. Pocas veces la había sentido Fausto tan vulnerable y dulce como cuando le habló, sentada en la mecedora del corredor, de la cara hermosa de su madre y cómo las dos jugaban y cómo aquella le daba unos abrazos fuertes y la arrullaba y mecía hasta que ella se quedaba dormida. Ahora, le había dicho, podía evocarla sin ninguna dificultad y sentía como si su madre no la hubiera dejado y estuviera a su lado, acompañándola. —Lo que nunca voy a entender es por qué me dejó, Fausto. Mucho menos ahora que la recuerdo tan bien y la siento tan cerca... Parecía quererme mucho. Siempre decía que me quería mucho... Era, en otra dimensión, lo mismo que le había pasado con Jerónimo, piensa Sofía. Jerónimo la quería y aun así la había dejado. Era como si ella tuviera algo, un olor, una emanación, un hechizo, que hacía que los que la amaban la dejaran. Sin embargo, desde que recuperó la imagen de su madre, se siente más fuerte. Quizás recuperando a Jerónimo podría romper el círculo de los abandonos; quizás ese era el círculo que tanto le mencionaban las brujas, el mismo que le anunciara la aparición de Eulalia o tal vez era simplemente un problema de él, de su cobardía y no el resultado de una monstruosidad inherente a ella, a sus parentelas extrañas con gente errante y hasta con los demonios que Patrocinio afirmaba la habían amamantado. Ella no podía pasarse todo el tiempo pensando mal de sí misma. Le hacía daño. Se dice que no tendrá miedo la próxima vez que decida ir a Managua a buscar a Jerónimo; no le importará ni que la vea deforme. Al paso de los días, está cada vez más tranquila y la seguridad reconfortante de antiguos abrazos maternales, le permite gozar la compañía de los demás y la perspectiva del nacimiento de su hijo. —Está como café amargo aguado —le comenta Petrona a Fausto—. Hace unos días me preguntó cuándo había tomado mis últimas vacaciones... Hacía tiempo no se preocupaba por mí... Fausto observa con cautela la recuperación y la reciente mansedumbre de Sofía. Él también está aliviado al verla emprender largas caminatas vespertinas por las veredas de la hacienda, deteniéndose para hablar con los trabajadores nuevos, quienes no se explican la alharaca que les han contado existe alrededor de esta señora aparentemente amable y reposada, que ostenta además la respetable barriga de siete meses de embarazo. Lo que le preocupa a Fausto es que la calma sea pasajera, anuncio de nuevas y más violentas tormentas. Para él, el hecho de que ella haya soñado con su madre, a pesar de que Sofía lo ha mencionado varias veces otorgándole más trascendencia a medida que pasan los días, no explica su apaciguamiento. Le llama la atención la certeza que tiene de que la imagen que ha visto es la de su madre. ¿Cómo sabe que esa mujer que soñó era ella, considerando la textura engañosa de los sueños? Lo más extraño es que le ha dado por confundir los sueños con recuerdos y ya ni él mismo sabe cuándo se refiere a los unos o a los otros. Fausto sabe cómo afecta a los seres humanos la relación con la madre, pero a pesar de su aguda visión para penetrar los complicados enredos mentales de Sofía, esta vez se ha topado con sus propias defensas atrincheradas. Su madre es para él una imagen venerada y odiada al mismo tiempo. Muy en su fuero interno ha envidiado incluso a Sofía por no haber tenido que vérselas con una mujer como la madre de él, quien no lo dejaba casi ni respirar de tan pendiente que estaba de cada uno de sus movimientos. Lloró como nadie su muerte, pero como nadie también se sintió liberado de un peso descomunal. No puede entender por qué a Sofía le ha dado alegría y seguridad poder evocar a la suya cuando sabe perfectamente que esa mujer la abandonó sin jamás regresar a buscarla, siendo ella una criatura de apenas siete años. Por eso cruza los días temiendo el retorno — para él inevitable— de la obsesión por Jerónimo y la depresión furiosa de Sofía.