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Sofía está nerviosa. Por la noche tiene
pesadillas, despierta a las dos de la mañana y
no puede volver a dormir hasta que dan las
cinco y cantan los primeros gallos en el patio.
En el insomnio, siente el fantasma de la
Eulalia paseán dose por el cuarto. La mira
sentada a los pies de su cama, hablándole
advertencias, mordiéndose las uñas, como
cuando estaba inquieta. Cierra los ojos para
no verla.
No bien dan las siete, Sofía abre el
mosquitero de en cajes, se levanta y va al
baño a mirarse la cara en el espejo. Qué mal
día para tener otra vez aquel maldito
insomnio. Justo la noche antes de la fiesta,
justo cuando necesitaba dormir bien para
amanecer fresca y con la piel descan sada.
Pero no le hacen mal las ojeras, se dice viendo
su reflejo. Además, ahora tiene la barrita de
maquillaje blan co que borra todo. Se amarra
el pelo, se pone sus pantalo nes de trabajo y
sale al corredor a desayunar y a dar ór denes.
Doña Carmen, Engracia y Fausto ya
están en función desde temprano en la
mañana. Fausto tiene pegado el pelo a la
cabeza, señal que durmió con la redecilla que
se pone la noche antes de las grandes
ocasiones. En la tarde se arreglará el peinado,
pero por ahora, no se cepilla el ca bello para
no estropear el efecto.
Teresa, la esposa de José, el mandador,
al frente de un grupo de jovencitas, saca el
polvo de las ventanas y limpia vidrios con
papel periódico. En la cocina, Petrona mueve
los peroles donde se cocinan grandes
cantidades de arroz y se cuecen verduras y
plátanos.
En los patios, armadas de escobas, otras
mujeres ba rren las hojas secas y mozos
afanados cuelgan los alam bres con ristras de
bujías para la iluminación; los carpinte ros
clavan la tarima donde se situará la orquesta y
en el patio de secar café, el mismo donde
Sofía celebró su fiesta de bachillerato y
conoció a Rene, un grupo de muchachas
armadas de mangueras lavan el piso.
Sofía va de un lugar a otro, revisando
que cada cual haga bien su trabajo. Ha
planeado las cosas de tal manera que se
eviten los corre-corres desesperados el propio
día de la fiesta. No quiere estar agotada
cuando lleguen los in vitados.
De Diriomo llegan las encargadas de los
postres con sus bateas repletas de cajetas de
zapoyol, leche, coco, man jar y piñonates. A lo
lejos se oyen los graznidos de los chanchos
degollados por las ágiles manos de los matari
fes. Otro grupo de cocineras se encargará de
las morcillas y los chorizos. Doña Carmen con
Fausto se encargan de llenar de flores los
tiestos de barro que servirán de centros de
mesa.
Sofía dispone el acomodo de las mesas,
los manteles y el bar.
A las cinco de la tarde la hacienda está
ya lista para re cibir a los invitados y los
cerdos empiezan a asarse en los fogones.
Las mujeres mayores se retiran a
cambiarse de ropa y lo mismo hacen Fausto y
Sofía.
—Hoy no me vas a ayudar —dice Sofía—
Me voy a arreglar sola.
A solas en su habitación, Sofía saca el
vestido rojo y saca la ropa interior nueva
también roja. Fausto le había dicho que era
de mal gusto el menudo calzón y el brassiere
rojos, pero a ella le parece que por alguna
razón este es el color con que se excita a los
toros; si sirve para los to ros, funcionará para
los hombres. En el baño se cubre de la
abundante espuma del jabón de olor,
comprado espe cial para la ocasión, y se afeita
cuidadosamente las axilas, las piernas y el
vello del pubis para que forme un triángu lo
perfecto en el menudo bikini. Luego se lava la
cabeza y una vez que termina el baño, se
cepilla los dientes hasta que la menta le hace
cosquillas en la boca.
El brassiere tiene varillas de media luna
debajo de los pechos para alzarlos y hacer que
se junten en el centro. Sofía se lo pone y se
aplica perfume en la línea del medio. El bikini
le queda bien, piensa, girándose para verse el
tra sero y las piernas lisas. Si Jerónimo no
reacciona, habrá que sospechar de él. Como
toque final se pone el vestido rojo ajustado
como guante a su cuerpo, y que deja ver sus
hombros desnudos, la parte superior de sus
pechos y sus piernas. Viéndose en el espejo
piensa que luce impo nente, sensual y
devastadora. No habrá manera que Jeró nimo
resista el llamado de la carne.
El efecto de su indumentaria lo nota
Sofía desde que llegan los primeros invitados.
Los hombres la piropean y las mujeres la
quedan viendo con una mezcla de envidia y
reprobación.
Jerónimo la ve no bien baja del carro.
Sería visible, piensa, a millas de distancia con
su atuendo de duende del Mombacho, «mujer
fatal», linterna china. Sofía lo recibe ob
sequiosa y lo lleva a presentar al alcalde, el
cura y las perso nalidades del pueblo que, con
vasos de plástico en la mano, departen un
poco apartados del ruido general, marcando
su condición de personas importantes y
notables. Al lado de Jerónimo en el círculo,
ella sigue el progreso de la fies ta; los patios
de la hacienda están colmados de sombreros
téjanos, botas altas de cuero repujado,
vestidos satinados o de telas brillantes,
imitaciones de seda venidas de Co rea,
encajes rosa encendido, faldas largas y hasta
mujeres con guantes y diademas de reina.
Cada cual se ha engala nado a más no poder
para aquel acontecimiento y exhibe, andando
de aquí para allá, medias nylón, zapatos
nuevos, camisas blancas a rayas o de popelina
encendidas. Bajo las bujías que dan a los
árboles de mango de la hacienda un aspecto
majestuoso, la concurrencia luce colorida y ale
gre. Fausto, vestido de lino blanco, va de un
grupo a otro, solícito; los meseros del Hotel
Intercontinental venidos de Managua y
acostumbrados a atender fiestas de alta socie
dad, sonríen sin poder evitar sentirse
superiores ante aque lla aglomeración
pueblerina de modas extravagantes y de
mujeres que han sacado de sus armarios hasta
los sombre ros con que han asistido a bodas y
fiestas de quince años.
La orquesta, la famosa banda
Tepehuani, habituada a tocar música en
refugios bohemios de Managua, revisa su
repertorio de canciones de protesta y se
decide por ento nar viejos pasodobles y
corridos, que la concurrencia ce lebra,
acercándoseles y mencionando nombres de
ran cheras y cumbias conocidas con las que
quisieran ser complacidos. Mañana el pueblo
entero criticará el boato y lujo «asiático» de la
fiesta, el breve vestido ceñido y el es cote de
Sofía, pero en ese momento todos disfrutan el
sen tido de su propia importancia, los
bocadillos en las bande jas plateadas con los
pinchos adornados por colochos de celofán
celeste y rojo, tan laboriosos y que, sin
embargo, se desechan no bien uno se come la
bolita de carne o el ca marón empanado.
Sofía revisa mentalmente la lista de
invitados y com prueba que a excepción de
Patrocinio y Crescencio, Gertrudis y Rene,
todo el que se invitó, incluyendo al padre Pío,
está allí disfrutando, comiendo con gran
apetito los entremeses, tomando ron y el
ponche rosado con frutas que ha parecido de
lo más delicado y exquisito a las muje res en
quienes el licor o la borrachera están muy mal
vis tos en el pueblo. Las conversaciones
empiezan a dar paso a las parejas que se
dirigen al patio de secar café para bai lar, no
bien la banda Tepehuani ataca los ritmos de
meren gues, la famosa canción Juana la
cubana que ha batido los récords de
popularidad y lleva ya varios años en el hit
parade de las radios. Jerónimo habla con el
padre Pío so bre las obras de la iglesia; el cura
se ha aferrado a él re latándole pormenores de
su lucha cotidiana contra la ignorancia y las
supersticiones del Diría, donde las curan
deras tienen más aceptación que los héroes
del santoral católico y donde los pocos casos
de cáncer se curan con sangre de burro y la
mayoría de los viejos rehúsan ver mé dicos y
mueren con hojas de palo de hule sobre el
cora zón, atendiendo a las facultades que
tiene el caucho para «pegar» la vida al pecho
infartado. Jerónimo logra gracias a Fausto
escapar del cura, se aparta a un lado acercán
dose a la mesa donde está instalado el bar,
para poder desde allí observar la fiesta.
—Por fin te libraste del padre Pío —le
dice ella, cuando ha logrado atravesar el lento
camino hacia el bar.
—Interesante el viejo —responde
Jerónimo—. Me dio una charla sobre remedios
caseros... ¡Gran éxito la fiesta!
Sí, dice Sofía, gran éxito la fiesta, ha
llegado la mayoría de los invitados, hasta los
finqueros ricos que han jurado arruinarla
están allí emborrachándose, los huéspedes
han comido y bebido, se han mirado los unos
a los otros, han recorrido la casa y han hecho
fila para entrar al baño y ver el bidé; también
la gente más amiga se está divirtien do:
Fermín el del periódico, Samuel, doña
Carmen, Fausto... Y ya dentro de poco
empezarían los fuegos artificia les. José ha ido
a llamar a los mozos para prender la me cha
de los cohetes de luces y la banda Tepehuani
toca que es una maravilla y por qué no la saca
a bailar, le dice, no cree que él no pueda
bailar un bolero.
Mientras bailan, Jerónimo no quiere
sucumbir, así que mira a las otras parejas
abrazadas; los finqueros movien do los brazos
apretando a las muchachas; las casadas ce
rrando los ojos queriendo introducir al marido
en el ro manticismo del bolero mientras los
maridos miran detrás del hombro de ellas a la
mujer del prójimo que baila de masiado lejana
e inaccesible.
La banda Tepehuani termina el bolero y
sin transición toca en honor a Sofía el
chachacha del vestido rojo, «estás
insoportable con tu vestido rojo» dicen los
cantantes y los de la pista se voltean y ríen
aplaudiendo algunos y Jerónimo trata de
seguir con dignidad el movimiento de Sofía
que baila y le dice «mira Jerónimo, un dos
tres, cha cha cha» y él piensa que en fin qué
importa hacer el ridículo una vez en la vida.
La música acaba y todos están de buen
humor, riendo. Sofía se sopla con las manos,
secándose el sudor con una servilleta de
papel, toma del brazo a Jerónimo y le dice que
le va a ir a enseñar lo hermosos que se ven los
plantíos de rosas del negocio de flores bajo la
luz de la luna.
Al poco rato explotan en el cielo las
luces de los fuegos artificiales. Centellas rosas
y verdes se abren al lado de ra cimos de luces
blancas, fuentes de colores resplandecen
efímeras en el cuenco oscuro de la noche y
luego, trans formadas en lluvia de luciérnagas
ilusorias, caen en medio de la vegetación. Los
invitados exhalan sonidos de admi ración ante
el espectáculo magnífico. A Engracia se le lle
nan los ojos de lágrimas porque siempre las
cosas bellas le dan ganas de llorar. Lo más
lindo era que todos en el pueblo podrían ver
esto desde sus propias casas, compar tirían
también la fiesta. Seguro que en esto había
pensado la Sofía cuando inventó lo de los
fuegos artificiales. Y pen sar que todavía
había gente que la malquería y le desea ba
sólo males.
Alrededor de Engracia las cabezas se
alzan hacia los círculos de luz que se abren
como paraguas cuando explo tan los cohetes.
Hay quienes piensan en dinero y hacen
cálculos de cuánto habrá tenido que pagar la
Sofía por aquella cantidad de pólvora; otros
piensan que semejante despliegue es
exagerado y que a nadie en su sano juicio se
le ocurriría una cosa así; otros que Sofía está
demostran do cuánto le interesa ganarse la
amistad de todos ellos, pero también hay
quienes disfrutan como niños el surti dor de
colores abierto en la noche y sonríen mientras
en rápida sucesión se abren los círculos
centelleantes.
Absorta está doña Carmen, sin hablar
con nadie, mi rando al cielo, recordando
quién sabe qué cosas de su ni ñez, cuando de
repente le da frío sin explicación. Baja los
ojos y sólo entonces de da cuenta de que Sofía
no está en el patio con sus invitados,
encuentra la mirada de Fausto, y trata de
descifrar lo que querrá decir la expresión de
él, el movimiento de los hombros, la línea de
los labios, el gesto misterioso y resignado.
Sofía ha visto las luces de colores.
Jerónimo las ha vis to reflejadas en sus ojos,
mientras explotan los cohetes y él
experimenta, como los toros, el efecto del rojo.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora