En la cocina de Xintal, doña Carmen,
Samuel y Sofía to man café.
A lo lejos se oye el aullido intermitente
de los monos congos y en las ramas de los
árboles bajos, cinco pájaros azules los miran.
Doña Carmen y Samuel comentan la ola de
chismes y rumores que se han desatado en el
pueblo. Hasta hay quienes se han atrevido a
decir que Sofía está escondida en el propio
infierno y que ella fue quien arre gló para que
su mejor amiga se enamorara del marido y así
salir de los dos. Samuel mira a Sofía de reojo.
Siempre que la ve no puede dejar de recordar
las sensaciones que tuvo cuando la llevó a
caballo la noche en que convoca ron a Eulalia.
Por respeto a sus amigas no se ha atrevido a
insinuarle nada a la muchacha, pero piensa
que bien le vendría a ella instruirse sobre la
magia deja carne y así poder discernir si su
rebeldía le venía de la sangre o de la mera
frustración de haberse casado con aquel
energúme no de Rene. Ajena a los
pensamientos del hombre, Sofía trata de
convencerlos de que la acompañen los tres en
su recorrido de regreso a la hacienda de su
infancia, pero ellos insisten en que ningún
beneficio le va a traer que la vean
acompañada de los más connotados brujos de
millas a la redonda.
—Ya estamos muy viejos para andar en
caravana como Reyes Magos —ha concluido
Samuel.
—Pero ustedes son mis amigos y a
ustedes, mal que bien, los respetan —dice
Sofía.
—Nos respetan cuando les conviene,
cuando piensan que podemos solucionarles
sus problemas... entonces nada importa que
seamos brujos, pero con igual facilidad, nos lo
echan en cara. Si querés, yo te puedo
acompañar —se ofrece Samuel.
—Mejor que la acompañe la Carmen -
interviene Xin tal, insistiendo en que nada
ominoso sucederá. Ya ha con sultado ella en la
madrugada la poza del agua caliente y la ha
visto vestida de reina, dominando vasallos y
castillos.
—Tu signo son los oros —le dice—. Con
oro cerrarás las bocas que te maldicen.
Cuando ve que su insistencia es inútil,
Sofía va a su habitación a recoger la bolsa de
lona con la que hace un mes saliera de su
casa.
Xintal la abraza bajo el árbol de
genízaro del patio. Se moja las manos y las
pasa por la cara de Sofía. Luego le pide que
imagine una estrella con los ojos cerrados y
trace con su mano un círculo de aire. Después
debe abrir los ojos y cruzar el escudo.
—La estrella te protegerá —dice y da un
manotazo en el árbol. Los pájaros azules
levantan vuelo y hacen círculos sobre los
caballos mientras Sofía y doña Carmen los
mon tan. Salen las dos mujeres, perdiéndose
al poco rato vere da abajo.
Samuel las ve partir, admirando la
curva de las cade ras de Sofía que se perfila
sobre el caballo.
Sofía deja que el animal encuentre su
propio ritmo en los trechos donde la tierra
arcillosa del volcán mojada por las lluvias, se
torna resbaladiza y traicionera. Siente nos
talgia de abandonar aquel recinto de árboles
multitudinarios. La fertilidad, el verdor y la
belleza de aquellos para jes, contrastan con lo
seca y arisca que se palpa por den tro. ¿Qué le
esperará? Muchos de los trabajadores del En
canto la conocen desde niña y la servirán,
obligados por el afecto de toda una vida sin
conocer nada más que la obediencia y lealtad
a don Ramón. Con los que no hay afecto de
por medio, usará los oros, como dice Xintal.
En tiempos de pobrezas y dificultades
económicas, pocos po drían rechazar los
salarios que ella pensaba pagar. Ante esos
números sobraría quienes se arriesgaran a ser
con vertidos en sapos y culebras por sus
supuestas hechicerías y pactos con el diablo
porque desde niña la habían satani zado.
Sonríe dándose ánimos silenciosos, afirmando
los poderes de su determinación de atravesar
cuanto obstácu lo quisiera situarle en el
camino la superchería hipócrita del Diría, que
lo mismo convivía con la magia que la re
chazaba. Será feliz en El Encanto, se promete
y se distrae imaginando la vieja casona
pintada y arreglada con mue bles de mimbre
que mandará a traer de Masatepe y Gra nada.
No ha terminado de formular la idea, de
imaginarse la camioneta llegando a la finca
con las sillas y las mesas, cuando en un
fogonazo, similar al que acompaña en la
sangre de los sabios el gran descubrimiento,
se percata de que ya no necesitará que
alguien los escoja por ella, ella misma podrá ir
en el jeep a buscarlos, a verlos, a tocarlos y
regatear los precios. Podrá ir allí y donde se le
antoje porque ya no hay más muros, ni Renes,
ni Fernandos ce rrándole las puertas.
No puede reprimirse y exhala un hondo
suspiro de ali vio y alegría.
-¿Ydeay hija, qué te dio? —Doña
Carmen se vuelve a mirarla y piensa que hace
mucho no recuerda haberla vis to con la cara
sonriente e iluminada que ahora ve bajo la
sombra de los árboles. Ha vuelto a ser la
muchacha de su fiesta de bachillerato,
bailando a más no poder en el patio de secar
café.
—¡Ya nadie me encerrará! Nadie podrá
decirme qué hacer o qué no hacer —dice Sofía
—. Seré libre —dice. No se había percatado
hasta que pensó en las sillas que le gus taría
comprar. Ahora ella misma podría salir y
escogerlas. No tendría ya que esperar que
Petrona se apareciera con las ristras de
pedacitos de tela para ella poder indicarle la
que debía comprar. Arreglaría la casona ella,
ella haría sus mandados.
—No te vaya a dar vértigo, mija. Hasta
la libertad hay que aprender a manejarla —
advierte doña Carmen.
Ya han salido a la carretera. Van
pasando a la orilla de casas rosadas, verdes y
amarillas. La gente las ve pasar y comenta que
mira la cara de alegría con que apareció la
gitana bajando del cerro, con doña Carmen, la
bruja.
En pocos días, Sofía revoluciona el
tiempo del Encan to que se ha quedado
estático desde la muerte de don Ramón.
Las mujeres de los mozos, retrecheras al
principio has ta de acercarse a la casona,
ahora friegan pisos y descuel gan telarañas
porque ella les ha prometido pagarles y antes
sólo a sus maridos les pagaban. Brigadas de
carpin teros cambian techos y tablones
carcomidos por la hume dad y pintores de
brocha gorda renuevan el tono celeste de las
paredes.
Ya Sofía hizo el primer viaje de compras
a Masaya, re gresando con géneros para las
cortinas, cobertones, man teles y visillos con
encajes para dividir las estancias. A pe sar de
los consejos de doña Carmen, quien le repite
que se cuide del vértigo pero la asiste
divertida, y de Engracia que mira alarmada
los cargamentos de muebles y más muebles de
mimbre, camas y sillas, ella se ha dejado llevar
por sus entusiasmos de improvisada
decoradora, sacando de la casa cuanta silla
desvencijada y mesa carcomida encuentra.
«Son "antiques", son "antiques"» gime Fausto,
pero ella persiste en la renovación total. Ya se
ha corrido en el pueblo la voz de que Sofía
está botando muebles y no ha dejado de llegar
a la finca más de alguna de las que habían
jurado no hablarle, buscando que le regale los
que ya no ocupará, pero que ellas pueden
reparar y usar por otros cuantos años.
Varias riñas se han armado en las
cantinas porque los mozos del Encanto andan
orondos y hasta retan a los que hablan mal de
la patraña, porque nadie de las fincas veci nas
va a ganar los salarios que ellos devengarán
por igua les oficios.
—Sos una fiera —dice Fausto—. Estás
comprando a todo el mundo.
—Es la manera más fácil y segura de
que lo quieran a uno —responde ella—, a
nadie le importa trabajar para el diablo, si el
diablo paga bien.
Incluso Fausto, agotado de pleitos
interminables por enderezar los rumbos de la
cultura nacional, ha renuncia do a su lucha
por hacer cine y ha aceptado el honroso títu lo
de «administrador» de la hacienda,
comprometiéndose con Sofía a fingirse macho
autoritario y de voz ronca, para que los
campesinos, que no tienen piedad por los de
rechos de los homosexuales, lo respeten.
—Blue jeans y camisa a cuadros —le
advierte Sofía— Las camisetas de lagartitos las
dejas para los domingos.
Don Prudencio, quien ha concluido
finalmente con los traspasos de la herencia y
ha cumplido con iniciar los trá mites del
divorcio, ha recibido su comisión en un
cheque adjunto a la carta en que se le
agradece su lealtad y se prescinde de sus
servicios.
—No le voy a estar pagando para que
me mire con esa cara de reprobación -dice
Sofía.
Fausto, a quien el viejo, por las mismas
razones, tam poco le hace ninguna gracia, se
ha ofrecido a conseguir un nuevo abogado.
«Sobran», asegura.
Los planes tienen contemplado un jeep
nuevo y un chofer.
—Ya Danubio maneja por instinto. Es
una colección de ancianos la que hay en esta
casa.
No hay quién en los alrededores no
comente lo que pasa en El Encanto.
Patrocinio, la lideresa de las lenguas viperinas
no para de advertirles a todos que se cuiden y
no se engañen. A ella nadie le va a decir que
aquello no es producto del pacto que la gitana
tiene con el diablo, si mira todas las cosas que
ha mandado traer y los salarios que está
pagando. Dentro de poco sale panzona y nos
re ceta el Anticristo.
Pero en el Diriá, no sólo de magia vive
la gente; la lógi ca de Sofía va ganando
terreno y de los que antes habla ban sin
medir las exageraciones, ya hay quienes
callan y piensan para sus adentros que nada
malo puede traerles si la dueña del Encanto
les compra una buena provisión de granos o
les alquila las yuntas de bueyes para arar los
campos. Hasta el romance de Rene y Gertrudis
ha dejado de ser noticia caliente, opacado por
los cuentos de la bo nanza económica que la
largueza de la Sofía con su nueva fortuna va a
traer a los que trabajen para ella en el pueblo.
Gertrudis habría querido no haber
dejado de ser ami ga de Sofía para poder
asomarse y ver las maravillas que se decía
había en El Encanto.
—Tiene como tres juegos de sala
distintos —comenta la Verónica— y un
mosquitero de encajes en su cuarto y se dio a
hacer un baño de azulejos con regadera y
hasta un inodoro para hacer pipí que le
trajeron de Managua y que Fausto que sabe
francés dice que se llama «bidé». A don
Pascual le compró todas las ollas y
vieras cómo tiene el jardín de adentro.
¡Parece que se trajo todo el Mombacho! Como
una reina se acomodó esa mujer. Y ni la mi
tad de los reales de don Ramón ha gastado.
Dice don Prudencio que ni nos imaginamos lo
que ese señor había ahorrado en su vida. Por
rectitud profesional no nos dijo la cantidad,
pero dice que es enorme...
—Te fijas —comenta Gertrudis en un
gesto de grande za— te fijas que no es que se
lo haya dado el diablo.
Pero la Verónica no está muy
convencida porque para ella alguien que gasta
de esa forma, comete pecado.
Sólo con Rene no puede Gertrudis
hablar de Sofía. La única vez que lo hizo,
cuando empezaban los comenta rios, él le
había gritado que nunca, nunca más quería
oír hablar de esa mujer en su presencia.