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El domingo, después del almuerzo, Fausto las despide en la puerta de la hacienda. Sofía y Flavia, acompañadas por Danubio, quien aún insiste en ser el chofer de los fines de semana, salen en el jeep bien trajeadas rumbo a Managua donde ese día se inaugura el parque de diversiones «más moderno y grande de Centroamérica». La tarde de noviembre es fresca y despejada. La estación lluviosa está finalizando, pero el paisaje aún guarda los tonos verdes del invierno tropical. Sentada en el regazo de la madre, Flavia va contenta mirándolo todo y balbuceando con sus medias palabras una conversación de pájaro. Antes de enrumbarse a la ciudad, entran al Diriá porque Sofía quiere que Flavia vea el pueblo en domingo, las gentes agrupadas en el exterior de las casas y en el parque, con su ropa de día de fiesta, las paredes encaladas y blancas relumbrando el sol, el redondel de las peleas de gallos donde empiezan a agruparse los hombres para los enfrentamientos de la tarde. «Allá va la Lastenia Pacheco», la bruja más mala que se conoce le dice a Flavia mostrándole una vieja erecta y regordeta con cara malévola que camina sola a la orilla de los aleros. En la plaza frente a la iglesia, se instalan tenderetes con ventas de remedios caseros y filtros mágicos que los turistas y los creyentes de millas a la redonda vienen a comprar, conociendo la fama del pueblo y su alta densidad de brujos por habitante. —Ya sólo la fama nos queda —dice Danubio—. Ahora hasta la magia es negocio. Salen de nuevo a la carretera y en una hora están en Managua y se encaminan al estacionamiento de la plaza, que está ya atiborrado de vehículos y donde dejan a Danubio, que prefiere echarse una siesta en el jeep y luego quedarse bajo los chilamates, platicando con los chóferes que se distraen contándose historias de los patrones y dándole brillo a los automóviles. El «Play Land Park» como reza, en inglés, el rótulo multicolor que cual arco del triunfo da acceso al mundo de los juegos mecánicos, es, efectivamente, enorme y con reminiscencias de los que Sofía recuerda haber visto en la televisión. Lo circundan altas torres extrañas con globos azules, verdes, amarillos y rojos y desde fuera se pueden ver los complicados aparatos, algunos de los cuales alcanzan grandes proporciones, como es el caso de la montaña rusa, que, según decían, era la más alta que jamás se había visto en aquellas latitudes. Aglomeraciones de vendedoras de fritangas, helados y todo tipo de comidas callejeras, bordean la calle que da acceso a la entrada del recinto de diversiones al que se dirigen grupos de padres de familia, parejas, y oleadas de niños excitados por el colorido y la música que sale de los estómagos metálicos de las máquinas y de un parlante central, donde de rato en rato se anuncian nuevas atracciones. Flavia balbucea su admiración mientras camina de la mano de la madre que se acerca a la fila larga, donde esperan pagar la entrada decenas de personas, para ingresar al redondel de ensueños enmarcado por los pilares coloridos. Sofía mira a su hija, anticipando su deslumbramiento y se pone en la cola que avanza rápida, porque quienes manejan el parque de diversiones son japoneses asentados en Costa Rica que, con su ancestral industriosidad, saben la poca tolerancia de los niños a las prolongadas esperas. En poco tiempo, entregan el boleto en la caseta de ingreso y penetran al recinto. Inicialmente, Sofía duda porque no sabe qué aparato elegir para que Flavia tenga la primera experiencia del vértigo y la risa de las máquinas. Mira para todos lados tratando de entender aquellos artefactos construidos como inmensos juguetes, capaces de producir sensaciones, en su mayoría, demasiado intensas para una niña tan pequeña. Empieza a  caminar hasta que divisa, a cierta distancia, un tiovivo de caballos recién pintados y se decide inmediatamente por este pasatiempo inocuo que sabe producirá la inmediata fascinación de Flavia. Camina con dificultad porque, por ser el primer día y además domingo, hay gran cantidad de gente que circula por el lugar. Con Flavia en los brazos, se abre paso con determinación en el mar humano que vaga sin rumbo de aparato en aparato, explorándolo todo con ojos desacostumbrados a un concepto de diversión así de sofisticada y resplandeciente. En el camino hacia el tiovivo, madre e hija atraviesan pistas donde carros movidos por baterías y repletos de niños chocan en un redondel metálico; pasan al lado de una rueda de Chicago realmente gigantesca, donde caseritas individuales rotan al tiempo que la rueda completa su círculo; ven en una plazoleta, entre los mecanos, a un hombre expeliendo fuego por la boca; se saturan los oídos de una música nostálgica de organillo, que sale de un complicado aparato sobre el que baila un mono vestido de rojo, con sombrero y todo. Hace calor y Sofía siente cuerpos ir y venir, rozándola al pasar a su lado. A Flavia, la aglomeración parece no molestarla. Lucha con la madre hasta lograr que ella la baje al suelo y Sofía, tomándola de la mano, se ve convertida de conductora en conducida, porque la niña la jala de un lugar a otro incapaz de saciar su curiosidad infantil exacerbada por la cantidad de estímulos que se exhiben impúdicamente. Llegar al tiovivo le parece a la madre una hazaña de grandes porciones, pero cuando lo logran, al contrario de lo que sucedió en el parquecito destartalado donde Flavia insistió en dar repetidas vueltas en la calesa, la niña se conforma con tres rondas y da tirones a la madre, indicándole con su lenguaje complicado que quiere ir más allá y mirar de cerca unas conchas rojas que giran veloces conteniendo niños que ríen en carcajadas por las cosquillas de los altos y bajos de la máquina. Sofía retrasa cuanto puede el afán de la niña. Largo rato la instala frente al mono que hace piruetas sobre el organillo; luego la convence de que vayan a mirar al tragafuegos mientras ambas comen un alto y espumoso algodón de azúcar. Más tarde, andando de aquí para allá, se confunden entre la multitud de hombres y mujeres de camisetas, blue jeans o trajes domingueros, que arrean niños ávidos e indomables. La gente se apretuja por todos lados y Sofía piensa que, sólo en concentraciones políticas, en los mejores tiempos de la Revolución, ha visto antes tanta gente reunida. Personas de todos los estratos sociales se mezclan en aquel hervidero que homogeniza niños lustrabotas con otros de mejores recursos. Indistintamente, se pueden ver hombres con aspecto de ejecutivos y las camisetas deportivas que le gustan a Fausto, al lado de otros que podrían ser camioneros o chóferes de taxi. A todos los iguala el aire de padres de familia, conduciendo esposas de la mano y regañando niños exigentes que demandan helados o nuevos turnos al tiro al blanco, donde pueden ganar osos o pelotas. Sofía levanta los ojos y escucha los gritos de los que van en la montaña rusa, donde las parejas enamoradas aprovechan las caídas vertiginosas para fundirse en abrazos sin remilgos; el parque parece el escenario de una gran fiesta de invitados anónimos y ella disfruta del espectáculo y se alegra de haber tenido la idea de romper su prolongado retiro maternal. Lástima que Samuel hubiese envejecido tanto en los últimos años porque también hubiera podido romper con él su largo celibato. Sofía cede, por fin, al entusiasmo de la criatura que quiere montar las conchas giratorias y, luego de esperar turno, se introducen en el asiento tapizado, bajando la barra que las deja seguras en su interior. Al ritmo de una música pachanguera, las conchas inician su movimiento fluido y pronto las dos ríen sometidas a las cosquillas artificiales que les producen en el estómago los vaivenes del juego. Sofía trata de divertirse y de apartar de su mente la preocupación de que algo pueda fallar. «Me he vuelto una miedosa» se dice, mientras contempla desde el interior rojo de la concha las caras de los curiosos que se ríen de sus risas o de sus expresiones de susto. Con el brazo sostiene a Flavia, quien ajena a cualquier temor, goza de lo lindo emitiendo carcajadas divertidas, que acaban por contagiar a la madre. El parque de diversiones se ve inmenso cuando, en las subidas, la visión permite contemplar la perspectiva del conjunto. Hay no menos de diez aparatos grandes, entre los que se cuentan la montaña rusa, la rueda de Chicago, una torre metálica sobre la cual descienden, en espiral, carritos a toda velocidad; el «martillo», dando vueltas sobre un eje y un círculo enorme que gira fijando a sus paredes a quienes lo ocupan, por el principio de la fuerza centrífuga. En los corredores entre las máquinas, se ven toldos donde se anuncian atracciones menos elaboradas; payasos, equilibristas, magos de turbante. Le da vértigo a Sofía aquel despliegue de gentes, colores y texturas, pero Flavia agita sus brazos y parlotea señalándolo todo con su dedo extendido. De pronto, cuando las conchas empiezan a aminorar la vertiginosidad de sus movimientos, como indicación de que la ronda se acerca a su fin, y las caras de la gente se muestran más cercanas y reconocibles, Sofía se sobresalta porque está segura de haber distinguido claramente, cerca de un puesto vecino donde se venden refrescos y hamburguesas, la figura de Jerónimo: La adrenalina le aumenta de súbito los latidos del corazón. De un golpe, se le vienen a la memoria las últimas palabras que ella le dijo cuando le prometió enseñarle a su hija algún día y enrostrarle el producto de un amor que él jamás pudo calibrar, confundiéndolo con el desenfreno frívolo de pasiones sexuales. El recuerdo de su vivencia con el hombre se le aglomera en la cabeza, causándole una sensación de urgencia y nerviosismo. Espera ansiosa que el aparato se vuelva a situar en el mismo ángulo donde cree haber visto a Jerónimo para confirmar que es efectivamente él. Lo mira otra vez, efímeramente, y en un instante concibe la misión de perseguirlo allí mismo y mostrarle la perfección de Flavia. ¿Qué mejor lugar que aquél —irreal y fantástico— para sorprenderlo con la realidad de la vida, que ella, y no él, había podido engendrar a pesar de su mezquindad? Las conchas entran en los vaivenes de un paroxismo final. Flavia grita de excitación, pero ya para Sofía su gozo ha dejado de ser importante, la niña, en sí misma, ha dejado de contar, para convertirse en un medio de mostrarle a Jerónimo lo profundo de su despecho de mujer abandonada y la fecundidad generosa que él despreció. Su mente hace cálculos y mide palabras a pronunciar, mientras su interés se concentra en no perder a Jerónimo de vista y en que aquel maldito juego se detenga de una vez para poder bajarse y llegar hasta donde él, aparentemente solo, termina con parsimonia de tomarse el refresco, sin sospechar el maremoto de despecho que se incuba en su cercanía. El juego, finalmente, se detiene. La música calla y los ocupantes de las conchas levantan las barras, se acomodan los vestidos y se aprestan a bajar de la plataforma. Sofía trata de levantar en brazos a Flavia, pero ésta después de decir que no con su cabecita, indicando que quiere repetir la experiencia del juego que tanto la ha divertido, se resiste a los brazos de la madre y grita cuando ve la determinación de ella de no someterse a su capricho. Sofía, desesperándose por instantes, usa diversos métodos de convencimiento perdiendo rápidamente la paciencia, hasta que logra que Flavia acepte bajarse del juego, sin acceder a ser cargada en brazos e insistiendo en caminar hasta la salida. Sofía arrastra prácticamente a la niña remolona, porque acaba de ver que Jerónimo está pagando y se dispone a alejarse del expendio donde ella podría llegar rápidamente si no fuera por la resistencia de la muchachita y por aquella gente lenta y despaciosa que baja ordenadamente del juego mecánico y a la que ella empieza a empujar para adelantarse a la salida, tironeando el brazo de la pequeña que no entiende la súbita prisa de su madre, y que, con la testarudez astral que le predijeron las brujas, se niega a dejarse cargar plantándose en el suelo y pataleando cada vez que la madre lo intenta. Sofía se tiene que resignar a tironearla del brazo, jalándola tras de sí en medio de la multitud ajena a su urgencia, entre la que se va abriendo paso empujando con los codos para no perder a Jerónimo quien empieza a caminar alejándose. Dos años de no pensar en Jerónimo más que cuando lo reconoce como inevitable en algunos gestos o facciones de Flavia, o cuando se le aparece en sueños complicados, se disuelven para Sofía en un frenesí de ímpetus perseguidores. Encontrarlo y mostrarle a la hija parece haberse convertido en una misión inapelable que debe cumplir contra viento y marea. Atropellando gente, introduciéndose en medio de parejas que protestan contra su impetuosidad, Sofía avanza, mientras Flavia rebelde obstaculiza como puede su marcha, resentida por la salvaje determinación de la madre que la lleva casi a rastras detrás de ella. En algún momento de la marcha forzada, la niña ve a través de un grupo de vendedores de globos, a un payaso seductor que, cargando un conejito gordo y blanco, va llamando a los niños para que asistan a su función, tocando una flauta. La cara del payaso es dulce y Flavia quiere seguirlo. Da tirones a la mano de la madre para que la lleve a verlo de cerca, pero es inútil. Su mamá la quiere llevar lejos de allí y ella nunca podrá mirar de cerca al payaso que la ha subyugado. Puede más su fascinación que el miedo que le da soltarse de la mano adulta. Un instante después, la aglomeración de gente es más apretada y a Flavia se le facilitan las cosas. Se suelta de la mano de Sofía y con toda la determinación de sus piernecitas fuertes y regordetas, se vuelve a buscar al payaso y su conejito, guiándose por los sonidos agudos que escucha salir del largo pito que él lleva en su boca. Si en los dos años desde que nació Flavia, Sofía no se ha desatendido de ella más que por cortos y escasos momentos, en aquel lapso de tiempo en que persigue a Jerónimo, su atención se desvía de manera total hacia la caza del hombre, cuya cabeza apenas si atisba a ver a través de la aglomeración humana de familias afanadas en su gozo dominguero. Aproximándose más y más, siente que casi le pisa los talones y que está logrando avanzar rápido cual si le hubieran puesto alas en los pies y ningún obstáculo le impidiera ya acercársele a corta distancia. La noción sorprendente de su propia ligereza es lo que, repentinamente, la retorna a la realidad. Se queda instantáneamente detenida en medio de su carrera, mirándose, como si no le pertenecieran, las dos manos; sus dos manos libres indicándole como monstruos acusadores que Flavia no está con ella, que avanza rápido porque Flavia ya no la sigue. Como si la hubiera picado el más venenoso escorpión y su ponzoña la estuviera lentamente aniquilando, Sofía se queda envarada un instante y segundos después, reacciona y vuelve los ojos en dirección contraria, olvidando a Jerónimo para siempre. Encorvándose un poco para adecuarse a la estatura de la niña, y poder verla en medio de las piernas de la gente, empieza a llamarla con la voz suave de la más absoluta incredulidad. «Flavia, Flavia, Flavia», dice, haciendo sonidos como de quien llamara un perrito. «Flavia, mi muchachita», repite, mientras va devolviendo sus pasos hacia la dirección de las conchas rojas. No quiere dejar que el pánico la posea y trata desesperadamente de convencerse de que no puede haber pasado mucho rato desde que la niña se le soltó de las manos. Estará por allí, paradita, llorando seguramente, al sentirse sola, la encontrará sin duda en un momento. «Flavia, Flavia», llama y se detiene a preguntarle a una pareja que si no han visto una niña con un vestidito verde a cuadros con un lazo blanco y zapatos blancos; una niña clara de ojos grandes y pelo rizado; una niña linda como de dos años, un poco gordita. La pareja no ha visto nada. Sofía sigue su camino, continúa llamándola y se detiene frente a una carpa donde se anuncia la mujer serpiente y entra y mira a los que contemplan la caja con la mujer de cuerpo de serpiente y cabeza monstruosa de ama de casa, exhibida arriba de una mesa, pero Flavia no está allí. Sale y sigue preguntando a cuanta persona se topa en el camino que vuelve a recorrer una y otra vez. Ya no sabe a quién preguntar. Su desesperación crece vertiginosamente saliéndose de cauce y alborotando todos los demonios del infierno, del miedo, del terror más abismal y angustioso. «¡Mi hija!» grita, de pronto, sin poder contenerse, con la cara descompuesta por la angustia. Señora, se me perdió mi hija. ¿No ha visto una muchachita vestida de verde con blanco, medio gordita? La gente la queda viendo con expresión de lástima, pero sin intención de ver estropeado su paseo dominical por el descuido de aquella madre. Pobrecita mujer, pero a quién se le ocurre dejar sola una niña en aquel tumulto de gente, piensan y se apartan. «Búsquela en el puesto de la Cruz Roja. Allí llevan a los niños perdidos» le dice un hombre. ¿Dónde es, dónde es el puesto de la Cruz Roja?, pregunta Sofía; pero no, no la va a ir a buscar al puesto de la Cruz Roja, piensa, porque si se aparta de allí, Flavia no podrá verla. Flavia debe estar por allí, cerca de la conchas, en el trecho entre las conchas y la tienda de la mujer serpiente, que fue el camino donde ella avanzó tratando de alcanzar a Jerónimo. Sofía recorre aquel espacio una vez y otra, incapaz ya de articular acciones coherentes, su imaginación rápidamente poblándose de las peores posibilidades: Flavia robada, Flavia yéndose detrás de alguien que le ofreciera llevarla a comer algodón de azúcar, a los caballitos; Flavia en medio del parque de diversiones arrebatada por alguien que la vio sola y hace negocios vendiendo niños robados; Flavia perdida para siempre, creciendo en quién sabe qué familia desconocida, incapaz de decir dónde vive, apenas sabiendo pronunciar a media lengua su propio nombre y el de su madre. Flavia creciendo con el rencor de que la hubieran abandonado, cobrándole a cuantos se le acerquen aquel descuido, rebelándose contra aquel designio sin siquiera percatarse; desde niña sintiéndose extraña, especial, distinta a las otras niñas que sí tienen madre y padre y una familia que las cuida y en la que nadie ha tenido que decidir una adopción forzada. Aunque después esa familia la quiera y se esfuerce, ella nunca aceptará sin resquemores esa generosidad. La probará constantemente, como probará a quienes le manifiesten cariño o amor. No creerá en el amor y cuando crea encontrarlo lo despreciará y ella misma se encargará de construir el rechazo sólo para caer en la más absoluta desesperación porque, de nuevo, será abandonada. Abandonada una y otra vez. Mi hija, pobre mi hija, piensa. Este era el círculo de tiempo que le anunciaran las brujas, que le advirtió Eulalia desde tiempos inmemoriales, saliendo de su propia muerte para decírselo aquella noche en el rancho de Samuel. El destino se repetía, daba vueltas y ella era su madre viviendo de nuevo la pérdida de la hija, el maldito hechizo aquel de todos los presagios. Estaba viviendo el enredo de su origen, el misterio insondable de su abandono. Imagina la desesperación descomunal de su madre, buscándola también igual que busca ella ahora a su hija, peleando con la gente, insultándola, gritándoles que cómo es posible que no hayan visto a su niña vestida de verde con blanco, medio gordita, con ojos grandes y rizos castaños. Sofía ya no sabe qué hacer. Tiene el polvo de sus propios pasos enlodado en la cara. No sabe cuántas veces ha recorrido el mismo espacio, pero es claro que la niña no está allí; no es cierto que la esté esperando sin moverse del lugar como era lo más sabio; una niña tan pequeña no sabría hacer eso, pero sí sabría ponerse a llorar, piensa, y llamar a la mamá cuando sintiera que está sola. Debería ir a la Cruz Roja, se dice, y a codazos se abre paso a la caseta donde se anuncia información y allí le indican que sí, los niños perdidos generalmente se depositan en el puesto de la Cruz Roja, aquella carpa blanca que se ve a lo lejos en medio de los artefactos mecánicos que de pronto se han convertido en monstruos ofensivos y chillones, desgañitando sus gargantas de hierro en músicas estridentes que no le permiten oír el llanto de su hija que debe estar llorando seguramente, desesperada como ella que es una estúpida, cómo se le ocurrió irse detrás de Jerónimo, qué perdía ella con Jerónimo si nunca lo había querido, lo único que había querido era que no la abandonara para así poder romper los conjuros y encontrar a alguien que no la dejara sola, perdida en la vida, sin saber de dónde venía. Ahora se daba cuenta de que su madre no la había abandonado jamás. Ella se había pasado la vida amargada, queriendo vengarse de esa pobre mujer y su madre debió haber sufrido tanto como ella, que camina a toda prisa hacia el toldo blanco rezándole a todos los santos del cielo que Flavia esté allí, sentadita en una silla con cara de desolación, con su vestido verde con blanco y sus zapatos blancos y sus calcetines de florecitas; cómo se le iluminaría la carita cuando la viera entrar, cuando la viera aparecer. Correría hacia ella con sus bracitos alzados y ella la abrazaría, ay Dios mío que esté allí, que encuentre a Flavia, se dice, acercándose, entrando a la carpa donde una mujer vestida de enfermera atiende a un señor de edad que se ve pálido y donde no hay nadie más. La enfermera le dice que sí, allí llevan a los niños perdidos, pero nadie ha llevado a la niña de su descripción, si quiere puede sentarse y esperar, faltan pocas horas para que anochezca y si alguien la encuentra, la llevará con seguridad. También debería ir a preguntar a la información sobre el sistema de parlantes que hay en el parque, le indica, pueden anunciar por los parlantes que se perdió la niña, ella puede decir cómo andaba vestida su hija, decir su nombre y pedir que la lleven allí. Sofía sale deprisa a recorrer de regreso el camino hacia la caseta de información pensando cómo es posible que el hombre que le dijo lo de la Cruz Roja, no le hubiera indicado lo de los parlantes. Nadie se preocupa por nadie; nadie se compadece de nadie. Cómo puede ella haberse descuidado así, no haber sentido cuando Flavia se le soltó de la mano. Por qué demonios se habría dejado ir detrás de Jerónimo cediendo a quién sabe qué impulsos obsesivos, arriesgando a su hija por una estúpida idea de revancha, como si ella mejor que nadie no supiera que Jerónimo tenía razón; ella lo había seducida premeditadamente, usándolo como semental como bien le dijera Fausto, para luego pretender que la resarciera del abandono de su pobre madre, la pobrecita que seguramente seguía buscándola en quién sabe qué mundos de Dios, igual que ella buscaría a Flavia toda su vida si era necesario, sólo que tendría más suerte que su madre porque su madre andaba con los gitanos que no tienen lugar fijo, ni patria, ni lugar donde regresar. Ella sí tenía lugar fijo y ahora habían más medios modernos, pondría anuncios, pagaría lo que fuera. Por algo tenía plata, organizaría la búsqueda más grande jamás vista, ofrecería toda su fortuna para que quien quiera que tuviera a su hija, se la devolviera. —¿Por qué no me dijo que podía llamar por los altoparlantes a mi hija? —le reclama furiosa al hombre de la caseta de información—. Necesito que lo haga ahora mismo, en este instante. Necesito que me preste el micrófono y llamarla. El hombre reacciona ofendido. Usando el poder de su posición detrás del mostrador, le dice que no tiene por qué hablarle así, ella le preguntó por la Cruz Roja y él le contestó. No le dijo que pusiera el anuncio por el parlante. Sofía respira hondo para no pegarle o mentarle a todas las malas madres que seguramente lo habrían parido. Trata de calmarse para que él haga lo que le pide y no se ponga a discutir si hizo bien o mal perdiendo el tiempo, antes de que caiga el sol y venga la oscuridad. En momentos que se le hacen interminables a Sofía, el hombre toma los datos y empieza a leer por el parlante el anuncio con una voz sin emociones: —Se ha perdido una niña de un poco más de dos años de edad. Anda con un vestido verde con cuadros blancos, lleva zapatos blancos y calcetines con flores, es gordita, blanca y tiene ojos y pelo café. Responde al nombre de Flavia. Se llama Flavia Solano. Su madre, Sofía Solano está en la caseta de información esperándola. Si alguien la ha encontrado, favor de traerla a la caseta de información. —Repítalo, por favor --pide Sofía. El hombre lo repite tres veces y luego le dice que no puede hacerlo más, que la música debe seguir, que tenga paciencia y espere. Sofía se muerde las uñas, impotente porque sabe que el hombre tiene razón. No le queda más que esperar. Tiene que aprender a ser paciente. Pasan los minutos y nadie aparece con la niña de la mano a pesar de que ella multiplica sus ojos para mirar en todas las direcciones y da vueltas alrededor de la caseta, viendo a ver si Flavia viene por algún lado. —Présteme el micrófono —le demanda al hombre— Préstemelo, por favor. El hombre no quiere, pero se le hace evidente que la desesperación de ella es tan grande que es capaz de cualquier cosa, hasta de golpearlo, si no lo hace. Sofía toma el micrófono y repite el mensaje que ella misma escribiera. Después le habla a Flavia, diciéndole que donde quiera que esté, ella la va a encontrar, que no se aflija, que se agarre de alguien y le diga que la lleve a donde dice «información» porque allí está su mamá esperándola. Luego se dirige a quien sea que haya encontrado a la niña, ofreciéndole el oro y el moro, rogándole que le devuelva a su hija; hasta que el hombre le quita el micrófono porque el gerente del parque de diversiones ha llegado y lo está amonestando por permitir que esa mujer se haya largado semejante discurso. «Ya estuvo bien, señora», dice el gerente, vestido de camisa floreada, «tenga paciencia. Nosotros tenemos que poner la música.» Sofía intenta quitarles el micrófono, empieza a gritar que son unos impíos, ingratos, sin corazón. —Sólo le pido que tenga paciencia, señora —repite el gerente— Espere un rato. Si alguien tiene a su hija, seguro aparecerá, pero tiene que darle tiempo de llegar hasta aquí. ¿Por qué no espera dentro de la caseta? Sofía finalmente se apacigua y acepta la silla que el encargado de la «información» le brinda. Por la mente se le cruzan mil y una ideas sobre lo que puede hacer: llamar a Danubio, mandar por Fausto, ir a la policía. Las descarta sintiendo que es allí donde debe quedarse. Debe esperar con paciencia como dijo el japonés con su peculiar manera de arrastrar las «r». Sólo que es tan difícil tener paciencia. Le duele todo el cuerpo y sus pensamientos saltan de una cosa a la otra sin tregua. No puede creer que esto le esté sucediendo a ella, a ella precisamente. Los rostros de Eulalia, doña Carmen, Xintal y Samuel, las predicciones de las cartas, los discursos de Xintal sobre lo difícil que se le hacía últimamente entender los presagios, danzan en su memoria. Recuerda cuando doña Carmen le leyó el Tarot y le dijo que algo precioso se le soltaría de las manos, recuerda la noche en que Eulalia salió de la espiral del tiempo para advertirle sobre los círculos. Ahora entiende todo tan claro: estaba repitiendo el círculo de su madre. El destino que, según Xintal, parecía en su caso tener dos lecturas, como si un azar imponderable pudiera variarlo en un instante, había tomado el curso más nefasto y cruel. De la torre en llamas que aparecía en el Tarot estaba saltando ella desolada después de la catástrofe. De nada habían servido las ceremonias, ni siquiera la que supuestamente le hicieron a Flavia para protegerla. Sofía hunde la cabeza en las manos y se pone a llorar desconsoladamente. —No llore -le dice el hombre de la caseta- No es la primera vez que pasa esto y los niños, casi siempre, aparecen. Sofía agradece el gesto. Se seca las lágrimas y trata de recomponerse. Si sigue llorando no podrá parar nunca. —¿Se pierden muchos niños? —pregunta. —Uhhhh! —exclama el hombre—, montones. Usted sabe, los niños son traviesos y en aglomeraciones como estas, un minuto que se distraigan los padres es todo lo que hace falta. —¿Pero los encuentran? —Casi siempre. —Pero no siempre. —Bueno, a veces hay que llamar a la policía porque los niños se salen del parque, pero yo sólo me entero de los que se pierden y encuentran aquí. Su niña es mágica, piensa Sofía. Eso había dicho doña Carmen. No se podía perder así nomás. Ella tendría que romper el hechizo. Flavia tenía que hacerlo. Tenía que aparecer, no salirse del parque. Curioso que hubiera sucedido esto precisamente allí. Flavia perdiéndose igual que ella después de una feria de gitanos en el Diriá. Pobre su madre, piensa, su madre saliendo en la noche y ella detrás siguiéndola en la niebla confusa de un recuerdo difuso e incomprensible. ¿Cómo habría sucedido realmente?, se pregunta, al tiempo que siente una lástima profunda nacerle en el estómago casi como una sensación física. Está agotada, el cuerpo desmadejado. De un golpe ha perdido no sólo a su hija, sino el rencor por su madre desaparecida en los confusos laberintos de la vida. El nudo de fuerza destructiva y ciega que durante años le estrujó a ella las entrañas y el corazón, se le deshace desalojando su energía a través de todos sus poros, dejándola como cera derretida quemándose con aquel dolor vaciándole las entrañas y, extrañamente, llenándola al mismo tiempo. Era extraño sentirse de repente sin rencor, liviana a pesar de la angustia. Paradójico que Flavia hubiera tenido que perderse para que ella pudiera verse tan claro, como si se observara de lejos. Cruel que Flavia hubiera tenido que perderse para que ella se reconciliara con sus rencores y pudiera encontrarse. Pero no es este el momento para sentir la oledada de dulzura pegajosa que se le revuelve por dentro mezclando la compasión propia con la que le inspira su madre. Todavía tiene que ser fuerte, muy fuerte. Tiene que encontrar a Flavia, se dice, y se agacha para ajustarse los zapatos, pensando que ya ha pasado suficiente tiempo. Debe levantarse e ir a buscar a la policía, el crepúsculo empieza a oscurecer el cielo. —¿Sofía Solano? —la voz masculina, vagamente familiar, arranca a Sofía con sobresalto de sus resoluciones. Levanta la cabeza y ve un hombre de expresión amable mirándola. Lo ve un instante porque el hombre tiene a Flavia cargada en los brazos. —¡Flavia! —grita Sofía— ¡Flavia! ¡Apareciste mi muchachita! Yo sabía que tenías que aparecer, que vos me ibas a encontrar, mi amorcito, mi niñita linda —exclama en una confusa verborrea de términos cariñosos, tomando a la niña que el hombre le pasa a través del mostrador. Sofía llora y ríe. Abraza a Flavia y la vuelve a abrazar, mientras el empleado de la información le dice que mire, ya ve, apareció la muchachita, ya se lo dije que no había que desesperarse tanto y sonríe al que llevó a la niña quien contempla la escena del encuentro de la madre y la hija, con una expresión rara, piensa el empleado, como si fuera amigo de ellas y él mismo no pudiera creer haber encontrado a la criatura que ahora se abraza a la mamá, sonriendo. Sofía pregunta a la niña si está bien, si su muchachita está bien y Flavia mueve la cabecita y dice que sí; está contenta de ver a su mamá y también le toca la cara con sus manecitas, mientras que su media lengua le cuenta del payaso y el conejito y el «tenor» que le regaló algodón de azúcar y le dio Coca-Cola. Sofía reacciona recordando que la persona que llevó a la niña está allí, mirándola con una sonrisa que parece decir algo más, como si esperara algo. —Mil gracias —le dice, atinando a dar la vuelta por la puerta de madera de la caseta, saliendo a agradecer a aquel hombre que tiene la cara más amable que ella jamás ha visto, dándole gracias al Cielo que su hija se hubiera encontrado con una persona decente como parecía ser él— Mil gracias le repite acercándose y extendiéndole la mano y luego, pensándolo mejor, aproximándose para darle un abrazo con el brazo que le queda libre de sostener a la niña pegada contra ella— No sabe cuánto le agradezco. No sabe el mal momento que he pasado —dice, secándose las lágrimas con el ruedo del vestido de Flavia—. La niña se me soltó de la mano —dice— y entre tanta gente... fue una estupidez mía —sigue hablando Sofía, repitiéndose hasta la incoherencia— ¿Dónde la encontró? — atina a preguntar, por fin. El hombre ha seguido sonriendo, sin decir nada, escuchándola como si oírla hablar le produjera inmenso placer. —La niña me encontró a mí —dice finalmente— Yo andaba caminando por allí y de pronto la vi con cara de perdida y se me acercó y me pidió que la ayudara a buscar a su mamá. Iba para la Cruz Roja cuando escuché tu voz por el parlante, Sofía, y la reconocí de tantas y tantas noches que deseé volverla a oír después de que nunca más quisiste hablar conmigo por teléfono. El empleado, mudo testigo de aquel extraño intercambio, no entiende nada. No entiende la expresión de la mujer que ha ido levantando la cara que tenía hundida en el pelo de la niña, a medida que el hombre habla, y lo queda viendo atónita, deslumbrada. — ¿Esteban? —pregunta Sofía. Y el hombre asiente con la cabeza.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora