—Ya está por parir la gitana. ¡Sálvenos Jesucristo que no le vaya a salir un chavalo con cachos y cola! Patrocinio habla con la dueña de la pulpería cercana a su cantina, mientras espera que ella le despache y pese las libras de arroz y azúcar que ha ido a comprar. —¿Y ya supo que la Gertrudis está embarazada? Es raro, ¿verdad? Total que René no era machorro, ni la Sofía tampoco. Parece que ni la sangre se les podía mezclar a esos dos. —Qué se le iba a poder mezclar al pobre René, si él es bueno y esa mujer es mala. El Señor le hizo el milagro de no fecundarla. ¡Quién sabe qué clase de hijo hubieran tenido! Yo ya le encomendé un triduo a la santísima Trinidad para que nos salve del Anticristo. A mí no se me quita la idea de que esa mujer va a ser la desgracia del Diriá. —Ay, doña Patrocinio, usted siempre con ese cuento. A mí la Sofía ha terminado dándome pesar. Nadie la quiere y creo que ella tampoco quiere a nadie. A lo mejor cuando le nazca el hijo, se apacigua y se vuelve normal. Toda pálida la vi el otro día en la iglesia. —Ustedes tienen la memoria demasiado corta. A mí el miedo que pasé el día que hizo que temblara la tierra, no se me va a olvidar nunca. —Dicen que doña Carmen y la Xintal la van a partear... —No le digo... Esa criatura va a nacer entre brujas... —Como un montón de gente. Doña Carmen ha parteado a casi todo el Diriá y Catarina. Están divididas las opiniones en el pueblo. El embarazo solitario de Sofía y sus constantes apariciones por la iglesia han terminado por persuadir a más de alguna de que su suerte no es distinta a la de muchas mujeres a las que los hombres abandonan no bien salen preñadas. Como este destino es común a muchas, a la postre han empezado a tenerle lástima y a verla como una más de ellas. Patrocinio y otras, por su parte, esperan el nacimiento con malos augurios y pronósticos y se encargan de que no se borre la memoria del temblor de tierra, ni el comentado escándalo con el abogado. Les da furia comprobar como la preñez de Sofía ha servido como atenuante para todos sus delitos. El colmo era que hasta la Gertrudis, ahora que ella misma estaba embarazada, la defendía y hablaba del mandamiento del amor al prójimo con beatitud de santa, recriminándolas de que le mantuvieran semejante rencor a la «pobre» Sofía. Incluso René, redimido de su mala fama de «machorro», se había mostrado proclive al perdón y a la clemencia y se solazaba en ser compasivo, ahora que su ex mujer había caído en una desgracia tan común y conocida, que la ponía en plano de igualdad con el resto de las mortales. En la misa del padre Pío, Engracia no dejaba el lado de Sofía. El sacerdote leía pasajes del nacimiento de Jesús que no tenían nada que ver con el tiempo de la Cuaresma. Consciente de las preocupaciones de sus feligreses, hacía intentos por disipar el mal efecto de las peroratas de Patrocinio, esforzándose para que aquel nacimiento no fuera visto como un augurio apocalíptico, sino más bien como una bendición del Señor. Al menos a su manera de ver, la Sofía grande y embarazada que se persigna piadosa en los oficios divinos, nada tiene que ver con la impetuosa rebelde de hace algunos meses; para él, ya su rebaño está en paz y los hijos pródigos han vuelto al redil. En el pueblo, nadie, ni siquiera Fausto, se da cuenta de la visita de Sofía a Managua. Rompiendo todas las leyes establecidas, el chofer se abstiene de hacer comentarios porque, en su trabajo anterior, se acostumbró a la discreción, haciendo de cómplice de sus patrones para tapar el mutuo adulterio de la pareja. Con la destreza que aprendió en el embarazo, de separarse de la realidad y mirar hacia adentro, Sofía examina sus pensamientos y se abstrae del mundo que espera expectante el nacimiento de su hijo. Fausto es el único a quien le incómoda el silencio que la rodea, las mujeres lo consideran indicio de la cercanía del parto y tanto Engracia, como Petrona, procuran moverse con sigilo por la casa para no disturbar el último período de intimidad que tendrán la madre y la hija, antes de mirarse de frente el día del parto, cuando quedarán separadas para siempre la una de la otra. ¿De dónde vendrá el abandono?, piensa Sofía, ¿de qué sustancia estará hecho? Aun en el Paraíso Terrenal, donde todo era perfecto y feliz, Dios abandonó a Adán y Eva; los dejó desnudos y solitarios, los sacó del vientre acogedor del jardín, les puso trampas para que mordieran la manzana. Y luego Caín mató a Abel. A Moisés lo habían dejado abandonado sus padres en el río Nilo, supuestamente para salvarlo de la muerte. Unos a otros se abandonaban los seres humanos, por amor, por odio, por cobardía o exceso de valor. Los hombres se iban a la guerra y dejaban a las mujeres o se enamoraban de otras; las mujeres dejaban a los hombres macilentos y se iban detrás de los fuertes. Sofía se repite los nombres de los seres que piensa haber amado. Revive la infancia plácida del Encanto y recuerda la cómplice pero distante relación de Eulalia y don Ramón, quienes fueron sus padres sin jamás vivir bajo el mismo techo o perder las diferencias de cuna que los separaban. Nunca los entendió, tan distantes entre sí y a la vez pendientes el uno del otro. Nunca me preocupó, piensa. Jamás los vio a ellos en su propia luz. Siempre los observó en relación a ella e hizo cuanto estuvo a su alcance por mantenerlos bajo el aire de sus coqueteos de niña, dóciles a ella, enamorados de sus travesuras, atentos a su más caprichoso deseo. Pero los amó, se dice. ¿No fue acaso por ellos que se mantuvo con René tanto tiempo? ¿No fue acaso por no herirlos que esperó que a los dos se los llevara la sorda y muda indiferencia de la muerte? Sí los quiso, se repite, a pesar de la cantidad de trucos que usó para desconcertarlos y para que nunca pudieran conocer los íntimos pensamientos de ella; pero ese comportamiento era común a los hijos. Ni aun ahora, cuando su propia hija respiraba a través del agua de sus entrañas, ella la conocía. Ni siquiera su propia madre la conoció. ¿Qué de raro tenía entonces que ellos no hubieran podido desentrañar los ardides que usó para que la sacaran del colegio en Granada, por ejemplo; o para nunca reconocer la humillación y la rabia de su matrimonio con René? La mamá Eulalia y el papá Ramón la abandonaron también, a su manera, muñéndose de repente. Pero en su vida había seres estables como Fausto, Xintal y doña Carmen y, sin embargo, nada le aseguraba a ella que algún día no se irían. Sólo su hija era un amor seguro. Ella se encargaría de eso. Las dos serían inseparables y ella le daría a la niña todo, todo, para que fuera feliz y no quisiera nunca dejarla, ni aun cuando se casara y tuviera sus propios hijos. A falta de encontrar seguridades contra el abandono, ella había creado su propio amuleto, su infalible compañía. No importaba que la niña no tuviera padre, con que tuviera madre era suficiente, incluso mejor; con un padre como Jerónimo —contra quien siente un furioso rencor que le hace rechazar la idea de poder volver a amar nunca a un hombre— no se ganaba nada.—Ponete a calentar agua —dispone doña Carmen en la cocina, y Petrona saca el perol comprado especial para la ocasión, nuevecito para hervir el agua con que se parteará a la Sofía, y lo pone al fuego— Pónete a hacer café también que esta noche va a ser larga. —Ay, doña Carmen, qué nervios tengo de este parto —dice Petrona— ¿Cómo lo ve usted, cree que toda va a salir bien? —No tiene por qué salir mal —responde la mujer— La Sofía es fuerte, joven y por lo que yo veo las caderas se le van a abrir sin dificultad. No tenés por qué ponerte nerviosa. Con que se ponga nerviosa ella es suficiente. —¿Y Xintal? —Ya viene en camino —dice doña Carmen y sale de la cocina. En el corredor, Sofía camina de un extremo al otro, agarrándose el vientre. A las cinco, mientras estaba regando las plantas, sintió que se rompían las aguas y supo que era el momento. Mandó a llamar a doña Carmen y Xintal, abrió las ventanas de su cuarto, se cambió los pantalones mojados por un cotón de manta blanca y se puso sus chinelas de hule para estar cómoda. Sentada en el corredor, un poco pálida y ojerosa, la encontró Fausto. —Hoy va a nacer mi hija —le dijo Sofía no bien lo vio entrar. Fausto nunca había visto un parto y la perspectiva de ser partícipe del acontecimiento le producía una fascinación que no dejaba de tener ribetes de temor. Él había insistido con Sofía de que, cuando llegara la hora, sería mejor trasladarla a un hospital, pero ella quería que el niño naciera en la casa bajo el cuidado de sus amigas que, según ella, «sabían más de eso que cualquier doctor». Ahora Fausto está en el corredor, sentado al lado de una botella de ron, viendo a Sofía pasearse de un lado al otro y llevando en una libreta el recuento de las contracciones que ella va anunciando. Doña Carmen, entretanto, anda de la cocina a la habitación donde dispone una mesa al lado de la cama para poner las tijeras que cortarán el cordón, los algodones, toallas y las hojas de ruda que detienen los sangrados perniciosos. Desde el corredor, Fausto observa los movimientos de las mujeres. Cada una de ellas parece saber exactamente qué hacer. Aparte de Petrona cuyos nervios puede adivinar por el sonido de los cacharros que se deja oír desde la cocina, Sofía y doña Carmen actúan con tranquila concentración. Sólo para él cuanto está sucediendo parece misterioso y lejano. No le queda más oficio que pretender dominar el tiempo y la ciencia exacta de la estadística matemática al anotar cuidadosamente los minutos entre las contracciones que Sofía le va indicando, diciendo mientras su cara adquiere un gesto de profunda concentración: «viene otra». La noche de abril es calurosa y las chicharras cantan alto emitiendo sus llamados de acoplamiento ininterrumpidamente. La luna está llena y las hojas de las plantas del patio interior brillan movidas apenas por brisas repentinas que dan paso a largos espacios de quietud en que hasta el tiempo pareciera detenerse. Las contracciones que Sofía siente no son aún fuertes, ni muy seguidas, pero en la inmovilidad del aire nocturno, ella puede experimentar el delicado mecanismo de su cuerpo entonándose para la ceremonia de la vida. El vientre ensaya su elasticidad y se endurece para estimular el descenso de la criatura. «Pobrecita», piensa Sofía, imaginando la incipiente consciencia de la niña sobresaltada ante los empujones que empiezan a desalojarla del huevo protector que durante nueve meses le ha dado albergue seguro, calor y alimento. Ella le habla a la hija, tratando de calmarla, imaginándola asustada, pero cuando llegan las contracciones y sobre todo el dolor que empieza a sentir en la parte baja de la espalda, cual si dos tenazas gigantescas le estuvieran abriendo los huesos, la olvida y trata de consolarse a sí misma, respirando hondo como le indicara doña Carmen. —No dejes de caminar —le dice ella, cuando sale al corredor y la ve detenida, mirando fijo el jardín interior y sobándose con la mano la rabadilla—. Si sos valiente y te mantenés caminando, el parto va a ser más rápido y más fácil. Acordate que apenas estás empezando. ¿Cómo van las contracciones? —pregunta volviéndose hacia Fausto. —Cada diez u ocho minutos y duran un minuto aproximadamente. —Falta bastante —dice doña Carmen, mirando a Sofía que ha vuelto a retomar las idas y venidas en el corredor—. Con suerte, estará naciendo en la madrugada, así que no se desesperen. —Me está doliendo cada vez más la rabadilla —informa Sofía. —Así es, mi hija. Se te tienen que abrir los huesos para que pase la cabeza de la criatura. Es normal. No te aflijas. Doña Carmen se mece en la silla, tomándose con parsimonia una taza de café que ha traído de la cocina. —Yo sospechaba que hoy te iba a tocar —dice— Desde anoche que vi la luna, pensé que hoy nacía esa niña. Ya ves, cuando llegó el chofer a traerme, tenía todo listo. -¿Usted cree que no es necesario llevarla al hospital? —insiste Fausto, a pesar de la mirada de reproche de Sofía. —¡Cómo va a ser necesario! argumenta doña Carmen, lanzándose a elogiar los beneficios de que los niños nazcan sin tanto aparataje; cómo se le ocurre estar pensando en hospitales cuando el parto es una cosa natural y el cuerpo es tan sabio que ni la madre, ni nadie, hacen más que acompañar el mecanismo de la naturaleza que es el que toma control de la situación. Si la Sofía fuera una flaquita esmirriada y se viera que podría necesitar una cesárea, ella misma lo habría sugerido. —Pero mira esta mujer, Fausto—añade señalando a la parturienta— Cómo se te ocurre que va a tener problemas... y para la criatura es mucho mejor nacer en la casa. Son niños más felices que esos pobres que lo primero que ven cuando salen al mundo es un poco de gente enmascarada y aquellas luces enormes. No te estés preocupando tanto que ninguna de nosotras es irresponsable. Si hubiera necesidad —cosa que no creo— va a sobrar el tiempo para llevarla al hospital. Sofía apenas escucha lo que están hablando. Experimenta la sensación de estar lejos de allí, en un mundo propio donde sus pensamientos se confunden con los de la hija que se mueve en su interior, seguramente incómoda por el ajetreo. Tiene miedo de que el dolor alcance niveles intolerables. Le duele el vientre igual que cuando ha tenido menstruaciones fuertes y, sin embargo, doña Carmen dice que aún falta mucho. Respira hondo y sigue caminando. Xintal llega al poco rato y en la cocina organizan para los acompañantes una cena ligera de tortillas, queso y frijoles. Sofía los escucha desde el corredor y se alegra de que estén allí, preparados para acompañarla y asistirla. A las once de la noche, Sofía anuncia que no puede seguir en pie. Tiene que acostarse. Son muy fuertes los dolores y las contracciones se suceden cada dos minutos. —Siento que ya viene —dice, arrugando la cara— Siento el peso bien abajo. Despacio, apoyada en Fausto, camina hasta la habitación. El hombre hace rato que no habla. No puede controlar el nudo que tiene en el estómago de estar viendo la cara de Sofía contraída en los rictus de dolor. La mujer no se ha quejado ni una vez. Solamente emite un extraño sonido gutural al aspirar y expirar fuerte cuando le vienen las contracciones. Sin embargo, es evidente que sufre. Cuando Fausto la toca, la siente fría y sudada. En ese momento se alegra de no ser mujer. Por mucho que envidie la facultad femenina de dar vida, imagina cuan doloroso puede ser el proceso de expulsar un cuerpo tan grande por un canal tan reducido. El esfínter se le contrae de sólo pensarlo. Doña Carmen y Xintal siguen tan tranquilas como al principio. De vez en cuando, una de ellas se acerca a Sofía y le acaricia la frente o le aprieta la mano, pero se comportan con la clarividencia de conocer y haber vivido aquello; un cierto aire de superioridad frente a la novata, que a Fausto le molesta, pero que parece tranquilizarla a ella. Cuando la acuestan en la cama, las mujeres sacan a Fausto del cuarto porque doña Carmen tiene que hacerle un «tacto» Al poco rato, sale de la habitación Petrona a traer la palangana del agua hervida y le dice que el nacimiento no tardará mucho. «Ya se le ve la cabecita» le dice mientras él la escucha horrorizado y va a la mesa a servirse otro trago de ron. Sofía lleva ratos de estarse conteniendo las ganas de gritar. El dolor es profundo y sin treguas; es como si el cuerpo se le hubiera vuelto loco y se destrozara a sí mismo; los huesos abriéndose y forzándose para expeler aquella cosa grande, enorme, que parece no terminar nunca de salir de en medio de sus piernas. Siente ganas de defecar, de orinar. Xintal, doña Carmen y Petrona, están inclinadas frente a sus piernas abiertas y de vez en cuando la mano de no sabe cuál de ellas la hurga por dentro, causándole más dolor. Entre dientes, pide que no la toquen, pero Xintal le dice que están ayudando a que la cabeza del niño dé el giro necesario para pasar por la parte más estrecha. «No te aflijas» le dicen las dos, «empuja» le dicen. Petrona se acerca a ella en la cabecera y le pasa una toalla para que la muerda o la agarre porque Sofía no encuentra dónde poner las manos. Da manotazos como si quisiera deshacerse de las comadronas, sacarlas del cuarto y decirles que la dejen en paz, pero ni tiene fuerzas porque el dolor no le permite ni inclinarse. Cuando doña Carmen le dice que empuje, siente que el cuerpo entero le está pidiendo expulsar de una vez aquella cosa que le está rompiendo las entrañas. Su hija que tanto ha soñado la está destrozando, piensa; la está desgarrando para nacer, sin importarle lo que le pase a ella; cada una queriendo sobrevivir a la otra. Le dan ganas de llorar porque los seres humanos tengan que nacer doliendo, abriendo los cuerpos de sus madres. El dolor es espantoso, Sofía está sudando y moviendo la cabeza en la almohada, desesperada. Tiene el pelo mojado de sudor y ha logrado por fin agarrar una de las manos de Petrona y la aprieta sin importarle si le clava las uñas o no y desde un lugar negro donde empieza a perderse, oye a Xintal decir «ya viene», «ya viene» y siente la cosa aquella salirle por fin de las entrañas, siente la sensación de que un pescado le está saliendo por entre las piernas, una cosa sucia y asquerosa y quiere cerrar las piernas no bien siente que el pez está fuera de ella. Cierra los ojos, quisiera cerrarse toda cuando doña Carmen dice: «aquí está la muchachita, linda y sanita» y Sofía escucha el grito de su hija romper el concierto de las chicharras, el silencio de la noche, y entonces ella no se aguanta y grita con todas sus fuerzas, grita todos los gritos que se ha contenido, grita con toda la desesperación y la alegría de que haya por fin terminado aquella tortura, aquel sufrimiento absurdo y malvado, grita y se pone a llorar porque ve, alumbrada por la luz de la habitación, la niña que doña Carmen le pone sobre la barriga, su hija, y abraza a aquel ser que aún está unido a ella por el ombligo, la abraza con un impulso feroz que se va poco a poco transformando en dulzura a medida que calibra el peso del cuerpecito caliente, de las manecitas que se mueven y siente la vida de su hija e inclina la cabeza para ver la cara pequeña y arrugada con los ojos cerrados, la espalda, las nalgas diminutas. Xintal, doña Carmen y Petrona callan. Fausto que ha corrido asustado por el grifo de Sofía, se queda en la puerta contemplando la escena, incapaz de hablar. Nunca ha visto la cara de ella lucir con esa placidez. Nadie diría que acaba de pasar por un pequeño infierno, nadie pensaría que fue la misma que gritó de esa manera tan desgarradora. —Ahora voy a cortar el cordón —dice doña Carmen— porque no tarda en salir la placenta. —Espere un momento —dice Sofía, y levanta a la niñita, se inclina y pone su mejilla junto a la de su hija, en una especie de acto de despedida. Doña Carmen toma la recién nacida, le da vuelta y con un movimiento rápido, corta el cordón y lo anuda. Xintal cierra los ojos. Para ella ese es uno de los momentos más dramáticos de la existencia; es el instante preciso en que empieza la soledad jamás redimida del ser humano. Xintal se hace cargo con Petrona de lavar a la niña, bajo la mirada atenta de Fausto, mientras doña Carmen recibe la placenta que expele Sofía, ya sin dolor. Y termina de limpiar a la madre. Cuando la niña ya está vestida, Xintal se la presenta a Sofía. La pone en sus brazos y le dice: —La niña es Tauro. Nunca entenderá nada por la fuerza y si a la fuerza se le quiere imponer la vida, reaccionará cerrándose como una concha del mar. Cuanto querrás enseñarle, se lo deberás enseñar con amor. Necesitará mucho afecto o se tornará callada, temperamental y podrá hasta llegar a ser cruel. Siempre le deberás hablar con gentileza y lógica porque ella podrá entenderte. Tendrá amor por las cosas bellas y sensibilidad para apreciarlas. Conocerá el mundo a través de los sentidos y amará los colores suaves. Buscará la armonía de la música y podrá ser feliz y hacerte feliz en la medida en que el amor sea tu lenguaje. Se empecinará en lograr hacer las cosas a su modo y será testaruda desde muy temprano, pero, te repito, nunca se resistirá al cariño. Las mujeres y Fausto rodean la cama y se asoman junto con Sofía a la cara redonda y roja de la bebita, diciendo lo linda que es, lo mucho que se parece a la madre. Ella mira a su hija y sonríe sin poder contener la felicidad que ha sustituido al dolor casi repentinamente, invadiéndola de una modorra de satisfacción y ensueño.