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Sofía escucha con la cabeza baja lo que
dice doña Car men y también siente miedo.
Está a punto de decir que no, cuando doña
Carmen empieza a esbozar el plan de cómo
harán para sacarla escondida de la casa sin
que na die se entere. Eso sí le interesa. Oye
con los ojos bien abiertos que existe una
receta de té de floripón que haría dormir a
Rene y Fernando un sueño pesado del que
nada podría despertarlos hasta el amanecer.
Cuando duerman, le sacarán a Rene de la
camisa las llaves del portón y sal drán. Samuel
las estará esperando con unas bestias detrás
del muro para llevarlas a su rancho. Nadie se
enterará de nada, le dice. La Petrona será su
cómplice.
La posibilidad de poseer la receta del té
de floripón, convence a Sofía. Lo que le
interesa es la fórmula del som nífero que hará
dormir a Rene.
Eso sí puede cambiarle la vida.
Faltan pocos días para hacer descender
a Eulalia al ámbito de los vivos. Sofía
ahuyenta las imágenes. Llama a Esteban por
teléfono más que de costumbre, obligando a la
secretaria a sacarlo de las sesiones del Juzgado
bajo cualquier pretexto. Esteban no entiende,
pero regresa a la sala de sesión con la mirada
brillante de amor y hace de fensas
vehementes de casos en los que ni él mismo
cree.
Eulalia anda flotando alrededor de Sofía
y ella le huye por los corredores de la casa,
escondiéndose en el huerto, deshierbando las
plantas de tomate y arrancando antes de
tiempo las lechugas. Petrona anda nerviosa
quebrando copas y vasos. Sólo doña Carmen
llega tranquila por las tardes a sentarse con
Sofía y explicarle lo que se requiere para
servir de médium de un espíritu en pena. A
Sofía ya le parece verse sentada al lado de
Samuel con los ojos ce rrados, «dejando que la
mente se ponga en blanco» para que el
espíritu de Eulalia entre en ella y hable por su
boca. En la semana de los preparativos,
apenas si puede comer por el nerviosismo y
un día antes de la noche señalada, Rene la
encuentra vomitando en el baño después de la
cena y le ayuda a sostener la cabeza y se
comporta muy tierno con ella, creyendo que,
por fin, está embarazada.
Sofía sonríe fingiendo agradecimiento.
Se deja secar la cara con la toalla, todo el
tiempo pensando en las hojas de floripón que
tiene escondidas entre la ropa interior.
A las cuatro de la tarde del miércoles
empiezan los pre parativos. Petrona, doña
Carmen y Sofía se encierran en la cocina. El
cuarto de cocina es amplio y en él convi ven
lo antiguo y lo moderno. Rene insistió en
construir una cocina de leña para estar
prevenido en las épocas en que, por las
guerras o los desastres, escaseaba el gas buta
no en el país.
Petrona usa la cocina de gas para
hornear pasteles bajo la supervisión de Sofía,
a quien le da de vez en cuando por probar un
libro de recetas españolas que le regalara
Faus to; el resto del tiempo, la doméstica teme
las historias de explosiones y prefiere la leña
que abunda en la casa. Hay una mesa de
fórmica en el medio, con taburetes de trípo de
que se conocen como «patas de gallina» y dos
sillas de asiento enjuncado, herencia de la
Eulalia. De clavos aco modados a lo largo de la
pared cuelgan cacharros y ollas de todos los
tamaños. Una mata de bananos madura en
una esquina, cerca de la refrigeradora que
sobresale en el ambiente con un aire esbelto
de blanca aristocracia.
Hay dos ventanas en la cocina; una da
al frente de la casa y la otra mira hacia el
jardín donde Sofía cosecha le gumbres.
Petrona cierra la que da al frente y se sacude
las manos en el delantal sin saber por qué.
—No cerrés la ventana —le dice doña
Carmen— Nadie tiene que pensar que estamos
haciendo algo a escondidas.
La muchacha obediente la abre de
nuevo.
Sofía está sentada en una de las butacas
enjuncadas, mirando con ojos fijos los
preparativos de doña Carmen, quien sobre un
trozo de madera, machaca suavemente las
hojas de floripón. Levanta los ojos y le dice a
Petrona que no se preocupe. «Mandé a
Fernando a traerme unas na ranjas al
Encanto. Estamos solas.» Petrona se
tranquiliza y se ocupa de las galletas de
jengibre, la cajeta de coco y los caramelos de
limón. Servirán a Rene postres después de la
cena, acompañados por té de hierbabuena. Ya
Sofía lleva días ensayando a darle té antes de
la hora de dormir, con el cuento de que las
infusiones ayudan al descanso y al buen
funcionamiento de los riñones. Rene asiente
por que sabe que es conveniente estimular los
cultivos caseros de su mujer.
Doña Carmen pone a hervir agua en
una cacerola re negrida.
—Con dos hojas es suficiente -dice,
espolvoreando en el agua las hojas
machacadas—, el té de floripón puede ha cer
dormir, pero también puede matar si se nos
pasa la dosis.
Sofía le ayuda a Petrona a enrollar las
bolitas de cara melo de limón en el azúcar.
Las tres mujeres guardan si lencio. Se escucha
el sonido del agua, el hervor de la miel, el
raspar del caramelo sobre los gránulos de
dulce. En la cocina, las tres semejan brujas
antiguas, brujas sin espan to, ni escobas,
brujas blancas, diosas ocupadas en la fra gua
del sueño de los hombres. Oficio antiguo, de
mujer.
Petrona, de vez en cuando, levanta los
ojos y mira a Sofía. No sabe qué tiene ella que
le produce miedo. La quiere pero la teme.
Nunca ha querido creer los cuentos de
algunas mujeres del pueblo como Patrocinio y
otras que a pesar de esto, no dejan de llegar a
que les lea las car tas; piensan que la gitana
es hija del demonio o que el dia blo sólo
espera el momento para llevársela por los
aires, poseerla y dejarla preñada del
Anticristo. Sofía es buena con ella, le regala
ropa y zapatos viejos, pero no tan vie jos que
ella no pueda usarlos y verse mejor que
muchas otras en la misa de los domingos.
Además, Eulalia la crió y todos saben lo buena
que era Eulalia a pesar de su ma nía de
encerrarse a llorar a los hijos. Doña Carmen le
ins pira respeto. No estaría ayudándole a Sofía
si creyera que ella mantenía vínculos con el
diablo. Ella tampoco lo creía. Sólo porque era
huérfana hablaban mal de ella; y por aquella
ocurrencia del caballo el día que se casó.
Petrona levanta los ojos y mira a Sofía,
sus dedos lar gos dando forma a la melcocha
de limón, rodando y vol viendo a rodar sobre
el azúcar como si estuviese tocando otra cosa
con expresión perdida, ida, hipnotizada.
Petrona se frota los brazos para que no
le suba el esca lofrío.
Doña Carmen espera que haya buena
luna; que el floripón haga efecto, que todo
salga bien y Eulalia se ma nifieste. Esta
mañana se bañó con agua de canela para
ahuyentar los malos espíritus y las envidias
que irradian malas vibraciones. No puede
negar que tiene el estóma go algo jugado, la
misma sensación que la invade un momento
antes de voltear las cartas, cuando les lee el
Tarot a los hijos y no sabe si al voltear los
naipes alguna mala desgracia aparecerá en los
arcanos y ella no sabrá qué decir.
Pero nada tiene que temer de Eulalia,
se dice. Hay muertos cuyo conjuro puede traer
hasta disturbios en el clima por lo rabioso de
sus aflicciones, pero está segura que las
señales de Eulalia no son problema de
remordi mientos, ni de culpas ocultas que
haya dejado sin resolver. Sabe que la forma
en que se le manifiesta a la Sofía es una de
las maneras en que el amor sigue
manteniendo la ener gía después de la
muerte, porque de seguro no tuvo tiem po de
revelarle a la muchacha misterios que, quizás,
le ha rían la vida más llevadera.
Sofía no quiere aceptar que tiene
miedo. El miedo no es para ella. Ella es
diferente. Aunque nunca ha dejado de
humillarle la manera en que los ojos
silenciosos de los de más le esgrimen el
abandono de su oscura y errante pro
cedencia, desde que empezaron a asomársele
los recuer dos se siente indomable, dueña de
otra noción del tiempo y el espacio, de un
conocimiento distinto de la muerte y del
origen de la vida. Los gitanos eran portadores
de mis terios arcanos y desde siempre
pudieron aprisionar el fu turo y el pasado en
luminosas bolas de cristal. Para ellos la muerte
era sólo otra dimensión, una curva de la
esfera moviéndose a otra velocidad. Eulalia
estaría allí, reteni da con sus secretos. Su
sangre gitana la encontraría. No tenía por qué
tener miedo.
Si tan sólo Eulalia pudiera darle
indicios, rumbos, latitu des o longitudes. El
mundo es enorme y desconocido. Si tan sólo
pudiera abrazarla una vez más, volver por un
instante a sentirse Sofía de trenzas y lazos en
la mecedora del co rredor de la tarde,
pequeña como para acomodarse en el pecho
de Eulalia. Ella sí quiso a esa mujer. A ella y a
don Ra món. Por eso está aún allí esperando
que muera don Ramón, que la muerte la
libere de ese amor para siempre.
El té está preparado. Doña Carmen
revuelve el agua incolora donde hay un leve
perfume a sueños prohibidos. Las tres mujeres
se asoman al agua y ven el reflejo de sus ojos
como si se asomaran al umbral de una
dimensión ig nota donde réplicas fieles de sí
mismas viven y las miran.
Arreglan los dulces en la bandeja.
Petrona saca el man tel bordado que Rene le
trajo de regalo a Sofía en un viaje que hizo a
Panamá y lo extiende sobre la mesa. Doña
Carmen se acerca al espejo que hay en el
corredor sobre el lavamanos esmaltado. Se
mira, se echa agua en la cara, se humedece
las manos para alisarse las hebras de pelo que
se le han salido del moño que ajusta,
volviendo a ensartar las peinetas.
—Bueno, hija —dice a Sofía— Ahora ya
sabes lo que te nés que hacer. A las once te
espero con Samuel detrás del muro.
Y se despide.
Sofía pone a cocer el té de hierbabuena
para que cuan do Rene llegue sienta el olor
desde la puerta. Mueve la cu chara de palo en
el agua, lentamente, sin poder evitar la
sensación que ha experimentado toda la tarde
de estar flo tando, de observar los objetos, la
luz que cae sobre el jar dín deshilachando
azules y malvas, como si estuviera muy lejos,
como si ella misma fuera un espíritu. Sólo la
presencia de Petrona con su nerviosismo
haciendo tinti near los cacharros de la cocina
mientras los lava en el fre gadero, mantiene
estático el tiempo de la realidad.
Las dos se miran y se llevan los dedos a
los labios como si estuvieran jugando, cuando
se escucha el soni do del jeep de Rene, la voz
de Fernando que abre las tran cas del portón.
Sofía sale de la cocina, secándose las
manos en el de lantal. Sonríe con sonrisa de
esposa haciendo que Rene se pregunte de
nuevo si es que su mujer no estará
embarazada. Está cambiada desde hace días,
anda como sin hacer ruido, hundida en sí
misma como ha visto que sucede a las
mujeres cuando tienen un ser escondido en
las entra ñas con quien parecen estar
hablando secretos. La abraza, pasándole
afectuoso el brazo por los hombros, llevándo
sela para adentro de la casa, hacia la sombra
del interior que huele a hierbabuena. Ya está
harto del nuevo experi mento de ella, esto de
servirle infusiones y darle galletas y dulces
después de la cena. Vaya a saber, se dice, de
qué no vela habrá sacado estas ideas refinadas
que no van con él; pero en fin, tratará de
decírselo con delicadeza, no vaya a ser que
esté realmente en estado y el disgusto pueda
afec tarla. Se tomará el té y fingirá que le
halaga aquel ridículo escenario de cenar con
mantel bordado, con los platos acomodados
como para una comida de señoritos de ciu
dad. A quién se le habrá ocurrido sugerirle
esa excentri cidad, cuando a él lo que le gusta
es comer sin camisa, sin formalidades, con
sus buenas tortillas y plátanos cocidos, la
cuajada en su hoja de chagüite, el chilero con
su tapa de madera. Así ha cenado hasta hace
pocos días, cuando So fía le pidió que la
dejara «atenderlo», «fingir» que estaban en
un restaurante. Y él por halagarla, porque se
divirtió con la ocurrencia los dos primeros
días, le dijo que sí, pero ahora ya se está
aburriendo de las infusiones, de la cere
monia. Y le pregunta, al final de la cena, si no
le importa que se quite la camisa, para
tomarse el té que ella le ofrece ahora en la
taza de loza floreada.
Como advirtiera doña Carmen, el sueño
llega relativa mente rápido. Rene no sabe por
qué de golpe siente el cansancio ablandarle
los huesos. Sofía lo ayuda a llegar a la cama.
Lo desviste como si estuviese borracho. Él la
oye moviéndose para quitarle la ropa, las
botas; la ve sobre él y le parece que su cara se
ha vuelto traslúcida, que pue de ver a través
de la piel de ella la figura de una mujer
desvistiendo a un hombre repetido hasta el
infinito en los espejos.
Mientras Rene sueña con parejas
copulando y niños que lloran bajo tupidos
mosquiteros, Sofía, acompañada por Petrona,
que le ha aplicado la misma receta a Fernan
do, se anuda en el cuello el rebozo celeste que
le cubre la cabeza y sale por el portón que la
doméstica vuelve a ce rrar con las llaves
incautadas.
El cielo está oscuro. Nubes zoomorfas
semejando monstruos que guardarán el rumbo
circular de la luna, dan a la noche una
atmósfera espectral. Sofía camina de prisa al
lado del muro que circunda la casa, hasta
llegar a la parte de atrás donde ya la esperan
Samuel y doña Car men montados en sendos
caballos. Samuel la ayuda a su bir detrás de su
montura. Sofía se sujeta de la cintura del
hombre y pronto los animales avanzan a trote
rápido, cor tando por veredas la ruta hacia la
casa del hechicero.
Samuel siente el calor del pecho de la
muchacha sobre su espalda, el roce de sus
piernas cerca de la parte baja de las caderas.
No hay nada suave en ella, piensa. No puede
siquiera percibir miedo. Le parece verla
oteando la noche del campo, territorio ignoto
desde sus encierros. Sofía mira las sombras de
los elequemes, la figura retorci da de los
troncos de los chilamates, las ramas de donde
cuelgan, como harapos, manojos de raíces, el
intermitente aleteo plateado de las
luciérnagas. Sus ojos, sus poros, absorben la
densa oscuridad, respirándola, gustándola.
Aprieta más fuerte la cintura de Samuel
cuando los caba llos, ya en el cauce más
alejado que desemboca en el sendero hacia el
rancho del hombre, rompen en un galo pe
cadencioso, que mueve sus caderas
haciéndolas oscilar rítmicamente. El hombre
escucha la respiración agitada de ella, siente
la euforia de la mujer metiéndosele por la
camisa y por el pantalón.
Al llegar y detenerse los caballos, le
ayuda a bajar en un roce de alientos alterados
y piensa que los demonios de la gitana no
huelen a azufre, sino a reseda y a ninfas ba
ñadas en las pozas oscuras donde la luna cada
noche su merge sus misterios.
Doña Carmen mira a todos lados
cerciorándose de que nadie merodea cerca del
rancho, antes de entrar al re cinto apretado de
la única habitación de Samuel.
Después del aroma enloquecedor de la
noche, Sofía no puede evitar un gesto de
repulsa al entrar en la estancia donde habrá
de tener lugar la ceremonia: candelas de sebo
amarillentas están dispuestas en círculo,
despidiendo efluvios rancios que se mezclan
con olores a sudores vie jos, a la palma
ahumada de las paredes y al polvo acumu lado
en los sacos de granos que Samuel guarda en
una de las esquinas. El hombre ha puesto
frente al círculo de can delas gruesas y cortas,
el catre a manera de asiento para los tres.
Frente al catre, al otro lado del círculo, hay
una banqueta dispuesta para que el fantasma
de Eulalia pueda sentarse y descansar del
largo viaje que están a punto de obligarla a
emprender con los antiguos conjuros.
Sobre la cocina de leña, hay más
candelas y unos ca charros de barro donde
arden hierbas despidiendo humos negruzcos y
acres.
—Faltan quince minutos para las doce
—dice Samuel— Guardaremos silencio,
pensaremos en Eulalia y a las doce
empezaremos.
Sientan a Sofía en el medio. Samuel se
acomoda a su lado izquierdo y doña Carmen a
su derecha. Se toman las manos. Sofía los ve
cerrar los ojos y los cierra a su vez. Los abre
de nuevo y recorre la vivienda del brujo, el de
sorden de su pobreza, el altar con la Virgen de
las espadas. Lo mira de reojo a su izquierda,
sin camisa, brillándole el sudor en el fondo
cobrizo de la piel que pareciera metal bruñido
a la luz de las candelas. La mano de él está
iner me en la de ella. Ha dejado de ser
hombre para convocar a los espíritus. No es
muy viejo Samuel, piensa, tendrá cincuenta
años seguramente bien vividos y fornicados.
Recuerda que Gertrudis hacía algún tiempo le
había con tado que una amiga que le consultó
sobre un mal de amor, recibió la siguiente
respuesta: «mal de varón, sólo con varón se
quita». Y ella, de tanto estar encerrada, se
está volviendo perversa: primero las fantasías
que imagi na con Fernando y ahora con
Samuel. En el caballo, ha sentido lo mismo
que cuando se encierra horas y horas en el
baño a encontrarle razón a las pasiones de los
libros y a los condenados placeres de la carne.
Fue suficiente la cer canía del brujo para que
el orgasmo le reventara entre las piernas,
igual que cuando se toca hablando por
teléfono con Esteban. «Todas las gitanas son
putas.» Eso le había dicho Rene el día que se
casaron. Quizás tenía razón. O era, como
había leído Fausto, que su raza venía de una
mujer que existió antes de Eva y que hizo el
amor con Adán sin quedar marcada por el
pecado original. Ella no entendía el pecado
como parecían entenderlo Gertrudis, Petrona y
hasta Eulalia. Ella era diferente. Cerró los ojos,
tratando de pensar en Eulalia, en la infancia
remota, el día en que bajó del cerro y la vio
por primera vez. Apenas lo recordaba. Su
memoria era una serie de fotos fijas, nada
fluido, nada como un cuento que uno pueda
narrarle a otra persona: Eulalia cosiendo en la
máquina haciéndole vestidos; Eulalia
supervisando la construcción de la casa que
don Ramón le mandó a construir para que
Sofía la tuviera cerca del Encanto, ella
jugando entre los ripios, los bloques y las
varillas, robándose mangos, con Eulalia
visitando a doña Carmen y a las señoras que
hacían caje tas en enormes peroles de barro
en Diriomo. Eulalia deteni da en una risa
cuando le modeló el vestido de su
bachillerato; la mirada de horror de Eulalia,
cuando entró en la igle sia el día que se casó y
la vieja se le acercó y le quitó la tie rra de la
cara con un pañuelo mojado en su propia
saliva, y la expresión de angustia de Eulalia
cuando regresó de la luna de miel, y después
sus consejos para sobrellevar el encierro, las
recetas de cocina, el planchado del quiebre de
los pantalones de Rene, los cuellos de las
camisas...
—Ya es hora —dice Samuel y se levanta.
Doña Carmen también se levanta. Los
dos se van al lado del círculo donde está el
taburete que han dispuesto para Eulalia. Se
arrodillan uno a cada lado de la banque ta.
Samuel ha tomado uno de los cacharros de
barro con las hierbas que sueltan humo acre y
las dispersa forman do un círculo alrededor
del mueble, mientras ambos emi ten un
sonido sin palabras que suena a pechos
huecos y lamento.
Sofía cierra los ojos, como le instruyera
doña Car men, trata de poner la mente en
blanco, concentrarse en el sonido de los dos
hasta que siente que los pulmones se le están
llenando de ese sonido y que ella también se
está convirtiendo en un lamento, en ansia de
ser niña, niña corriendo detrás de las cometas
en el mirador de Catari na, cometas de
periódicos con papelillo en las colas, co
rriendo detrás de los garrobos, de las lagartijas
a las que cortaban las colas para verlas
moverse con vida propia ya despegadas del
cuerpo...
—Eu, eu, eu, eu... —el sonido de dos
vocales entonado por las voces lejanas del
hombre y la mujer inclinados junto al
taburete, entra en Sofía y se hace viento...
«lalia, lalia, lalia» siente que dice y siente que
la llama «Eulalia» con todo su ser; las
lágrimas le corren por las mejillas y tiene frío:
Eulalia, Eulalia, Eulalia y sopla el viento las
candelas y cuando Sofía abre los ojos, sólo
están encen didas las que estaban en el suelo
y Eulalia está sentada sobre el taburete,
fumándose su punto chilcagre de las tar des,
como si nada.
—No te le acerques —advierte Samuel a
Sofía, adivi nando el impulso de ella de
abrazar a Eulalia— ni cruces el círculo de las
candelas.
El hechicero y doña Carmen se levantan
despacio y caminan en cuclillas alrededor del
círculo, hasta volver a sentarse al lado de Sofía
en el catre y tomarse de las manos.
—Te hemos llamado por la Sofía —dice
doña Carmen.
—La Sofía me llamó —dice Eulalia—
Quería que yo la abrazara. Lo sentí en todas
las raíces de la tierra empuján dome para
fuera.
—¿Cómo estás, mamá Eulalia? —
pregunta Sofía.
—Aburrida, hijita. La muerte es un
largo aburrimiento. No hay días, ni noches; es
un tiempo que no se mueve.
—Te fuiste sin decirme adiós...
—Y por eso no acabo de irme.
-¿Sufriste?
—No. Fue rápido. Fue como hundirse
en un pantano negro lodoso y volver a
encontrar a un montón de cono cidos
hablando todo lo que no dijeron en vida. Los
muer tos están llenos de palabras sin sonido.
—¿Y por qué me abriste la memoria?
—Desde donde yo estoy, el tiempo es
una espiral. Es posible ver hacia abajo todos
los días hasta el momento de la muerte. El
pasado es de los muertos; en cambio el futuro
ya no lo vemos porque hemos dejado de mover
nos. Sin movimiento, el tiempo no existe.
Viajé en la espi ral hasta tu pasado, Sofía.
Ahora lo conozco y era necesa rio que
sintieras necesidad de conocerlo.
—¿De dónde soy, de dónde vengo, quién
soy? —pre gunta Sofía. Tantas preguntas y el
temor de que Eulalia se esfume otra vez.
—Tu pueblo viene andando por siglos.
No son de ningu na parte. Vos naciste en un
lugar árido y sin volcanes en tiempo de calor,
pero tu país no existe porque los gitanos no
tienen país; venís de un hombre y una mujer
igual que todos, de Sabino y Demetria, pero no
sé sus apellidos por que no me atreví a bajar
hasta el nacimiento de ellos, por miedo de
perderme y no poder regresar; sos esto que
sos, hijita, lo que tocas cada mañana al
levantarte, lo que soñás despierta y dormida,
lo que no sos aún...
—Esas no son respuestas, mamá
Eulalia... eso no me dice nada —la
desesperación va enredándose en la voz de
Sofía.
—Hay tiempos que suben en espiral,
pero hay tiempos que giran en círculo. Eso
pude ver en mi viaje hacia tu pa sado. Tu
tiempo es un círculo. Lo que se vivió antes de
vos, lo volverás a vivir y eso es peligroso.
Témele al amor y a sus arranques, témele a
tus manos, lío no sé cómo se rompen los
círculos del tiempo. Soy muy vieja y los muer
tos ya nada podemos aprender, pero sé que
hay círculos que se rompen. Los he visto
desde las esquinas de la espi ral donde
muero, hay círculos que los vivos logran rom
per. Ojalá rompas el tuyo. Tenés que buscar
los símbolos, Sofía; encontrando tu pasado,
encontrarás tu futuro... —¡No te vayas, mamá
Eulalia...! —grita Sofía. Pero ya Eulalia ha
desaparecido. Apenas se ve el ti zón de su
purito chilcagre, cruzando el aire hacia el
espa cio donde de nuevo seguirá estando,
mirando las espirales y los círculos inmóviles.
Sofía se queda quieta un momento. Se
levanta, cruza el círculo de las candelas, toca
el taburete, mira a Doña Carmen y a Samuel,
manotea en el aire con ojos de loca, sale a la
puerta y regresa.
La adivina y el hechicero no se mueven.
Observan cómo la muchacha torna del
profundo desconcierto con el cuerpo tenso. La
ven pasar del estupor a la furia de to das las
preguntas que dejara Eulalia sin respuesta.
Sofía se desata en patadas y puñetazos. Patea
candelas, patea la banqueta donde estuvo
Eulalia, grita, jura, maldice, aga rra la noche
a manotazos.
—¡Esto fue todo! ¡Para esto me trajeron!
¡Para que no me dijera nada! ¡Para que me
hablara del pasado en pará bolas! ¡Para que se
volviera a morir con sus secretos! ¡Para esto
estuvimos como idiotas! ¡Para esto, para esto...
ni quince minutos se quedó! ¡Eulaliaaaaa! -
grita.
Samuel es el primero que se mueve. Se
le acerca esqui vando los golpes de los
multiplicados brazos de la mucha cha, hasta
que logra sujetarle una mano y con la otra la
agarra limpiamente a bofetadas.
—¡Ya! -4e dice— ¡Ya! ¡Diabla de mierda,
ya!
—¡Samuel! —grita doña Carmen,
interviniendo— ¡No le grites así! ¡No tenés
derecho! ¡Déjela!
-¿No ves que está histérica? —grita
Samuel— ¿La voy a dejar que me desbarate
toda la casa?
Doña Carmen arranca a Sofía de las
manos de Samuel que la tienen sujeta por los
brazos. La acerca a su pecho abundante. Sofía
los está mirando a los dos con cara de estupor.
Se resiste al abrazo de la mujer y se toca el
ardor de los golpes de Samuel en las mejillas.
—Llévenme a mi casa —casi escupe—.
Ahora mismo. ¡Nada tengo que hacer aquí con
ustedes!
Ciertamente, Eulalia habló poco esa
noche. Ella sabía que, al día siguiente, Sofía
sería libre y lloró desde la muerte.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora