Jerónimo está leyendo plácidamente
encerrado en su ofi cina para que nadie lo
disturbe cuando suena el intercomunicador y
la secretaria le anuncia que una señora, Sofía
Solano, quiere hablar con él.
—En un momento salgo —responde y se
levanta del asiento, se arregla la camisa,
acomoda los papeles en el escri torio, guarda
el libro que está leyendo y sale a abrir la
puerta.
«Jesús, María y José», exclama para sus
adentros cuan do ve a Sofía levantarse de la
silla de la sala de espera y avanzar hacia él
con la mano extendida.
Sofía ha percibido ciertamente el
asombro que su apa rición ha causado y
sonríe.
La oficina de Jerónimo es casi
exactamente como se la ha imaginado. Pulcra,
ordenada y sin adornos. Hay un es critorio
moderno de madera, unas repisas con libros
de trás del escritorio, sofá y dos sillas con una
mesa pequeña al medio, aire acondicionado,
una palmera en la esquina y dos pinturas de
paisajes colgadas en las paredes. Lo único que
desentona es la foto de una mujer delgada y
tristona, sobre la repisa de los libros.
A indicación de Jerónimo, Sofía se
acomoda en uno de los sillones frente al sofá.
El abogado le pregunta si no quiere tomar un
café, un vaso de agua.
—No, gracias. No se moleste.
Jerónimo se sienta en el otro sillón, la
mira y no puede evitar decirle que aunque él
nunca acostumbra piropear a sus dientas, no
le queda más que hacerlo.
—Se ve guapísima. Espero que no le
ofenda que se lo diga.
Ella hace un gesto para indicar que no,
no le ofende que le diga eso.
Al contrario, piensa, lo hubiera podido
matar si no le dice nada, después de todo el
trabajo que le costó verse «guapa pero
discreta», para usar la expresión de Fausto.
—¿Y qué la trae por aquí?
—Nada especial —dice Sofía— Estaba en
Managua y se me ocurrió venir a conocer tu
oficina.
Toma el bolso y saca un cigarrillo.
Jerónimo le acerca su encendedor,
preguntándose si será cierto lo que parece ser
evidente. Pasado el desconcierto inicial que le
produjo verla llegar con ese aire de conquista
en los ojos, en la ma nera de mover las manos
y cruzar las piernas, se siente como el
protagonista de 81/2 de Fellini, observando a
So fía lanzar el tejido de la seducción para
cazarlo como in secto desprevenido. Entre sus
muchas observaciones del sexo opuesto, no ha
dejado de notar cómo afecta a las mujeres el
hecho de sentirse atractivas. Hay una directa
relación entre la ropa, el maquillaje, lo que
ellas perciben de su aspecto físico y su
manera de actuar. Basta que se sientan lindas
para que brote en ellas, sin represiones, la
materia invisible que seguramente han
heredado de las arañas. Sonríe pensando que
es lógico que ella lo haya escogido a él para
probar el efecto de su ropa nueva. Es de
esperar que quisiera probar suerte con una
persona de ciudad. Le parecería el reto más
adecuado a sus esfuerzos de ser una mujer
sofisticada. No le ha durado mucho tiempo la
pose se dice, conservando la expresión de
serie dad mientras Sofía habla de cosas de la
hacienda. Ni quince minutos ha estado en la
oficina y ya está mal sentada, olvidando que
lleva faldas y que él puede ver perfecta mente
desde su sillón el tono rosado de sus calzones.
Sofía habla de la finca, de la marcha de los
proyectos, hundida en el velo de humo del
cigarrillo que fuma con la intensi dad de una
novata.
—Te voy a invitar a una fiesta —le dice
y enciende otro cigarrillo, mientras empieza a
contarle sus planes de «amansar» de una vez
por todas al pueblo y hacer que la acepten ya
como una mujer divorciada y, sobre todo, con
dinero. El romance de Rene, le dice, ha sido
providencial.
—No han podido decidir todavía si soy
víctima o victimaria. Un día piensan una cosa,
otro día otra.
Jerónimo se levanta para abrir las
paletas de vidrio de una de las persianas y
dejar que salga el humo de la habi tación.
Desde atrás, puede adivinar el cuello liso que
le hace pensar en las guillotinas y mirar la
curva de la cadera sobre el asiento a través
del vestido blanco. Tocándose el bigote
retorna a su asiento.
—Espero no desentonar en la fiesta —
bromea Jerónimo.
—¡Claro que no! —dice Sofía, y le pide
un vaso de agua.
Jerónimo se levanta y se lo pide a la
secretaria por el intercomunicador. Sofía mira
la camisa blanca manga lar ga, los pantalones
caqui bien planchados. Imagina a la es posa
revisándole la ropa, los pliegues exactos del
panta lón, despidiéndolo en la puerta con una.
bata de casa floreada. Seguramente es la
mujer de la foto. No es fea, pero tiene aire de
mujer sufrida, como la mayoría de las esposas.
-¿Esa es tu esposa?
-Sí.
—¿Cómo se llama?
—Lucía.
- Se ve triste en esa foto. Cuidado,
cualquier día de es tos, te pone un edicto en
el periódico —dice Sofía, maliciosa.
Jerónimo ríe, pasándose los dedos por el
bigote y dice que todo es posible.
—La vida está llena de sorpresas —dice.
Sofía sonríe asintiendo con la cabeza.
Termina de tomar el agua, el vaso de agua
que un poco antes llevara la secre taria, y
luego dando por cumplida su misión, se
acomoda los zapatos, se levanta alisándose la
falda y dice que bueno, ya se va, todavía tiene
que hacer unos mandados más en Ma nagua.
Jerónimo la acompaña a la puerta, la ve salir
cami nando con la espalda recta sobre los altos
tacones, mira di vertido cómo le estorba la
falda ceñida para subirse al jeep.
De regreso a la finca, Sofía va eufórica.
Deja que el aire le revuelva el pelo y se
acomoda en el asiento de adelante apoyando
los pies en el tubo bajo la guantera del vehícu
lo. Ha sobreestimado a Jerónimo, lo que
imaginara como una conquista difícil,
resultaría ser cosa de pocos días. Lo ha
observado detenidamente. El color de su piel
no le gus ta, pero con el de ella se
balancearía. El niño sería quizás moreno claro
o de un blanco menos lechoso. Jerónimo tiene
manos largas y delicadas. Eso está bien. Es alto
y sus facciones son interesantes, una boca
quizás un poco feme nina, pero aceptable.
Saldría bien la combinación. Hubo un
momento en que imaginó sus manos
desabrochándo se el pantalón y sintió el aleteo
de la excitación. Le hará bien hacer el amor
de nuevo. El episodio con Samuel le había
despertado los instintos y las inquietudes le
daban hasta insomnio. Sería excitante hacer el
amor con alguien que no fuera ni el pesado de
Rene, que le caía encima to das las noches sin
ninguna imaginación, ni el viejo hechi cero
que sólo le había alborotado el deseo.
—Vamos a invitarlos a todos.
—Y nadie va a dejar de venir —dice
Fausto— No creas que vas a poder probar
nada. En este pueblo apenas se dice fiesta, no
hay quien no se apunte.
—Y el padre Pío.
—Ese quién sabe si viene.
—Ya le mandé plata para el techo de la
escuela. Me hice la rogada, pero se la mandé.
—Los únicos que no vas a invitar son a
Rene y Gertru dis, me imagino.
—No van a venir de todas formas. Así
que nada importa invitarlos. Que vean que no
soy una persona rencorosa.
La fiesta será en los patios de la casona.
En los corre dores se dispondrán mesas con
manteles y centros flora les. Sofía piensa
también encargar un enorme queque.
—Pero si no es tu cumpleaños.
—No tengo cumpleaños.
—¿No te lo celebraban la fecha en que
apareciste?
—Sí, pero ese día no es mi cumpleaños.
Este será un queque simbólico.
Lo importante es crear un ambiente
para que a Jeróni mo se le ponga roja la
sangre de agua que tiene y muerda el cebo.
Esa misma noche, con suerte, todo podrá
quedar consumado. La fecha está escogida
para coincidir con el día de su ovulación y la
luna llena.
Encerrados en la oficina, Fausto y Sofía
pasan el día haciendo listas de cosas que
deben comprar y hablando por teléfono para
conseguir la orquesta, las sillas, las mesas y
cuanto deben alquilar. La fiesta será distinta a
cuantas se han visto en el Diriá.
Jerónimo ha llegado dos veces más a la
hacienda des de el día que ella estuvo en la
oficina y ha dado muestras de tener buenas
ideas. Mientras Sofía se inclinaba sobre la
mesa para que él pudiera ver sus pechos
dentro del escote del vestido, tuvo la idea de
lanzar cohetes de luces, como se hacía en
Managua para las grandes fiestas del gobier
no; también fue a él a quien se le ocurrió
contratar a la banda Tepehuani, reputada por
ser capaz de hacer bailar hasta a los muertos y
de saber combinar boleros con mú sica alegre
de toda Centroamérica. Sólo cuando pensando
en voz alta, sugirió la idea de mostrar también
una pelícu la, Fausto y Sofía se molestaron
diciéndole que eso no se hacía ni en las
fiestas de Managua. «Precisamente» había
dicho Jerónimo. «Si lo hicieran yo iría a todas
las fiestas.»
—En esta fiesta no vas a necesitar
películas para entre tenerte —había dicho
Sofía, clavándole los ojos.
Sofía no ha informado a Fausto de sus
intenciones, pero éste sospecha que algo
importante trama ella y se siente dolido de no
haber sido invitado a compartirlo. Sólo él sabe
lo mucho que su vida gira ahora en torno a
ella, a veces hasta siente que Sofía es su alter
ego, su lado femenino. A través de ella, él ha
podido vivir el gusto por las cosas pequeñas y
cotidianas que tanto pesan en la vida de las
mujeres y son tan menospreciadas por los
hombres; por ella, él ha podido explayarse en
sus predilecciones por adornos, flores y los
decorados que hacen que las casas donde
habita una mujer sean lugares propicios para
la in timidad y para el desarrollo de una
apreciación estética de la vida. Preocupados
por los asuntos del «gran mundo», los
hombres dejaban en manos de las mujeres la
creación de los entornos de la vida íntima y,
en éstos, ellas demos traban una superioridad
que pocos estaban dispuestos a reconocer.
Sabían tratar con seriedad las necesidades del
cuerpo que los hombres menospreciaban;
sabían preparar comidas nutritivas y a la vez
darles el sabor y el aspecto que convirtieran el
acto de comer en un rito refinado; co nocían
la importancia del sueño y las alcobas y de allí
provenían los dormitorios perfumados, las
sábanas cui dadosamente planchadas y
limpias, la suavidad de las al mohadas; y qué
decir de la cuidadosa y bien pensada
ubicación de los muebles en un hogar, los
jarrones con flo res, los adornos sobre las
mesas. Hasta en aquel pueblo perdido, donde
pocos se daban o sabían darse los lujos del
refinamiento, a Fausto le sorprendía encontrar
los de talles de la mano femenina en los
pequeños y humildes jardines, lo oloroso de
los pisos de tierra regados con fre cuencia
para que no se levantara el polvo, la cuidadosa
acumulación de cacharros en las cocinas, el
barro brillante de las tinajas. Pero lo que más
fascinaba a Fausto eran las maquinaciones del
alma femenina, el conocimiento profundo y
aparentemente instintivo que tenían de las
psiquis de los hombres, cómo sabían
enardecerlos, apaci guarlos, enfurecerlos, y
combinar adecuadamente dosis de sonrisas,
seducciones o indiferencias para hacerlos en
trar en contacto con sentimientos ante los
cuales se vol vían vulnerables como niños.
Esto hacía que ellos las te mieran y
reaccionaran muchas veces con una violencia
difícil de comprender para quien no conociera
la batalla centenaria del macho contra todo lo
que le recordara su pequeñez, su pasado de
feto indefenso en el vientre de una mujer.
Fausto intuye que algo trama Sofía con
Jerónimo. La ha visto desplegar pechos,
brazos, ojos, pestañas e inteli gencia alrededor
del abogado. No se le ha escapado a él la
relación que hay entre la aparición de
Jerónimo y el nuevo aspecto de la mujer, ni ha
podido dejar de sentir la intensi dad con que
en estas noches Sofía se tiende en la baqueta
y mira fijamente a las estrellas, como tampoco
se le ha es capado la noción de que la fiesta es
el centro de la telara ña. Pero Sofía se ha
negado a hacerlo cómplice. Él ha teni do que
resignarse a observar. Le da rabia y tristeza
que ella lo aparte, cuando él ha sido siempre
tan cuidadoso en darle consejos, como sería
ahora si le diera la opor tunidad.
De poca cosa que no sea la fiesta en El
Encanto se habla en estos días en el Diriá. A
la salida de la iglesia se forman corros de
mujeres que comentan sobre las ca mionetas
de acarreo que han visto entrar a la hacienda
con sus cargamentos de sillas de alquiler, las
que han entrado con cerdos blancos y gordos
gruñendo amonto nados; las cuadrillas de
mozos que se ven desde la ca rretera podando
las ramas bajas de los árboles. En el parque
donde la estatua del prócer vigila las bancas
pinta das de colores y los setos de plantas de
hojas grandes mo radas con pintas amarillas,
los hombres que se lustran los zapatos
conversan sobre lo mismo. Sofía ha invitado a
las familias prominentes, pero también a
Julián, el alfare ro, a Luis el canastero, a
Fermín, quien es ahora dueño de la agencia
repartidora de periódicos, a Lastenia, a la
Nidia, la Verónica, el alcalde y hasta a
Patrocinio y Crescencio.
—A mí me dijeron que la Patrocinio
piensa ir y llevar una botella de agua bendita
en la cartera para regársela en la casa a Sofía.
—Hasta a la Gertrudis y Rene invitó la
muy bandida.
—Pero esos no van a ir. Se van a
Managua a otra fiesta.
—Eso dicen ellos. Yo creo que se van
para no estar aquí.
—Rene debe andar furioso.
Los niños lustrabotas trabajan
afanosamente en dar brillo a los zapatos,
mientras los hombres con los zapatos
lustrados hacen círculo alrededor de los que
están en los banquillos con la pierna
extendida mirando el betún ha cer su labor y
el cepillo de los niños frotar vigorosamente la
superficie de los calzados.
Las mujeres salen de misa de cinco y
Engracia pasa ca minando deprisa por el
parque junto a los hombres que se lustran los
zapatos y las mujeres que bajan lentas las gra
das de la escuela frente a la iglesia y se van
quedando reza gadas para hablar de la fiesta.