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Esa noche, después del entierro, Sofía
se ha retirado tem prano a su habitación,
dejando a Rene en la sala con Gertru dis y
Fausto, quien es el único que se percata del
padecer de la amiga. Nunca se le ha escapado
la manera desvalida con que mira a Rene, la
fuerza con que proyecta su amor como un
aire espeso y dulce, que hace que las moscas
vuelen al rededor del hombre mareadas por
un espejismo de miel. Pero ni Rene, ni Sofía
lo han notado jamás. «Sos iluso vos», le dijo
Sofía una vez que él se atreviera a
insinuárselo.
Fausto mira a Gertrudis con lástima.
Está callada y confundida en el junco de los
asientos. Lleva un vestido negro, simple, en su
cuerpo sin demasiadas sinuosidades, el pelo le
llega justo debajo de las orejas y se curva
cayén dole sobre los ojos. Inclinada hacia
adelante como está, tiene oculto el rostro, pero
Fausto nota a través del pelo negro, que los
ojos de la mujer no pierden ni un gesto del
objeto de su atención. «Les iría mucho mejor
a los dos, si Sofía no estuviera por el medio»,
piensa Fausto y se levan ta con la intención
de dejarlos solos.
—Voy a dar una vuelta por el cafetal
antes de irme —dice, y se pone de pie.
Gertrudis no atina a reaccionar para
detenerlo. A Rene le tiene sin cuidado que se
quede o se vaya, está echado para atrás en su
asiento, fumando, con las piernas cruzadas,
sus ojos fijos ausentes en las sombras que se
reflejan en la par te superior de las botas, aún
bruñidas por la lustrada que les diera aquella
mañana, explayando su desconcierto de
marido extrañado y yerno de luto, en el betún
y el cepillo. Lustrarse los zapatos siempre
había sido para él una terapia.
Gertrudis también le mira las botas.
Piensa con un es calofrío, porque desearle mal
a nadie no es harina de su costal, que la Sofía
debiera desaparecer, irse, para dejarla a ella
con aquel hombre que nunca ha querido. No
puede entender cómo marido y mujer se han
soportado todos aquellos años. Ambos
protagonizan una lucha de volunta des
indoblegables y en el forcejeo parecen
encontrar el es tímulo que los mantiene
unidos.
Rene deja ir una bocanada de humo.
Ella se revuelve incómoda en el asiento. Está a
punto de levantarse, bus car a Fausto y
pedirle que la vaya a dejar a su casa en
Diriomo, cuando él le habla.
—Estuvo bien el entierro, ¿no te parece
Gertrudis? Don Ramón debe estar tranquilo.
Ella asiente, dice que sí y habla de las
coronas fúne bres, el discurso del padre Pío,
la cantidad de dolientes. Habla de cualquier
cosa, presa de un nerviosismo dicha rachero
en el que no se reconoce y que sólo después
de un buen rato logra detener.
Rene la observa con una mirada entre
seria y divertida.
—Se te soltó la lengua —le dice—.
Nunca te había oído hablar tanto.
Y siguen hablando hasta que llega
Fausto de regreso de su caminata y le
pregunta a Gertrudis si quiere que la lleve
porque ya se va.
Ella se levanta y tiene que hacer un
esfuerzo para no olvidar que cuando uno se
despide de los familiares de un muerto recién
enterrado, no lo hace con una gran sonrisa.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora